
A una semana y días del desplome del techo de la discoteca Jet Set, el país sigue cubierto por el mantilla cabreado del desdicha.
Un duelo por las 231 vidas perdidas, por los heridos, por los deudos, por una tragedia que, como muchas otras en nuestra historia fresco, pudo evitarse.
El dolor es doméstico, y el eco de la desgracia aún resuena en cada rincón donde cualquiera pregunta: ¿Cómo fue posible?.
La alborada del martes 8 de abril no sólo despertó al país con la infausta anuncio de una catástrofe: fue incluso un crudo recordatorio de las consecuencias de la negligencia, del descuido institucional, y del vestido de dejarlo todo al azar.
Cientos de personas acudieron a disfrutar del merenguero Rubby Pérez sin imaginar que la perplejidad terminaría en tragedia. La música cesó, el estruendo del concreto marcó el final de vidas inocentes, y con él cayó incluso la ilusión de que vivimos en un país donde se vela por la seguridad de los ciudadanos.
Hoy, con los primeros pasos legales emprendidos por familiares de las víctimas, la rectitud parece moverse, empoderada por el clamor de una sociedad expectante. Pero no baste con eso.
Se dilación que este no sea otro caso que se disuelva en el tiempo, entre papeles archivados, promesas vacías y culpables sin rostros.
Lo que se desplomó no fue solo un techo: se desplomó la confianza. Y cuando eso ocurre, no hay estructura que correa. En medio de tanto dolor surgen voces que piden rueden cabezas, otras piden rectitud. Esta tragedia no puede convenir en el olvido, ni en el circunscripción pantanoso de la especulación. Debe marcar un antaño y un luego en la guisa en que se aprueban, supervisan y permiten actividades en espacios públicos.
El techo cayó sobre una discoteca, sí, pero incluso cayó sobre toda una sociedad. Y ahora, nos toca a todos asentar lo que quedó… con rectitud como única saco sólida.