
Corazones colapsados
La alborada del 8 de abril dejó de ser una más. Desde aquel instante, hay un silencio raro en el canción, una extraña sensación de infructifero y de un dolor inexpresable. El Jet Set, más que un ocasión, era un monumento a la diversión y el entretenimiento. Y verlo colapsar nos dice que incluso lo aparentemente perpetuo, incluso es frágil, como la vida misma.
Yo no estuve allí, pero me duele como si hubiese estado. No por nostalgia, sino porque en cada imagen que vi —esas manos temblorosas, esos luceros desesperados, esas sirenas rompiendo la oscuridad— encontré una parte mía. Vi las imágenes con los luceros nublados, como si se tratara de una pesadilla. Pero era efectivo. Igualmente efectivo fue el coraje de quienes, sin pensarlo dos veces, se lanzaron al rescate: socorristas, militares, paramédicos, policías y ciudadanos comunes.
El país impávido se recogió en silencio. Las redes sociales dejaron la risa obediente para vestirse de desdicha. Y en cada casa, cada conversación, había un eco de tristeza, como si la pérdida fuera nuestra, aunque no conociéramos a ninguna de las víctimas. Hay poco profundamente injusto e incomprensible en fallecer cuando se sale a estar. Nadie nunca prórroga que una oscuridad de disfrute termine en desgracia. Por eso, este duelo no se mide en números, sino en lo que nos quita.
Nos quita abrazos, sonrisas, clan que ya no estarán, canciones que ya no suenan igual y una normalidad que no regresará durante abriles. Y, sin requisa, poco permanece. Porque cuando una tragedia nos toca tan hondo, más que cenizas deja preguntas. ¿Estamos cuidando lo que debe ser cuidado? ¿Nos estamos mirando de verdad como sociedad? El dolor, si no transforma, es solo sufrimiento. Esta tragedia debe ensañarnos a construir y a ver la vida desde otras perspectivas.
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