
Luego de recorrer unido a Jesús de Nazaret, pueblos, caminos y montañas, de verlo interactuar con las más diversas personas y hacer cosas maravillosas que impactaron profundamente sus vidas, los apóstoles que constituyeron el núcleo musculoso de sus seguidores se encontraron con un desenlace trágico que no podían imaginarse a pesar de las señales que su avezado les dio en diferentes oportunidades. De buenas a primeras, luego de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén para celebrar la pascua habichuela, este enfrenta un proceso extraordinario que lo llevó, en cuestión de días, desde su apresamiento hasta su homicidio en la cruz de manos de los detentadores del poder religioso con la complicidad activa del poder político romano representado por Poncio Pilatos, quien hizo aquel ademán de “lavarse las manos” que se convirtió para siempre en metáfora de la irresponsabilidad y la equivocación de carácter, al permitir que un orden de “maestros de la ley” agitara a un pueblo ignorante para conquistar desaparecer a quien había puesto en reprobación su estructura su poder, así como sus cánones interpretativos de la religión habichuela que Jesús consideraba contrarios al orden de “galantear a Jehová sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:37-39).
No se trató de una homicidio cualquiera. Jesús fue sometido al más cruel y espantoso castigo: ultrajado, camelado, humillado, escupido, herido, maltratado, clavado en una cruz con dos vulgares ladrones de banda y banda y vuelto a ser injuriado, despreciado y, en postrero término, causarle la homicidio como un ser despreciable que no se merecía el más insignificante respeto y consideración por parte de sus verdugos. Debió de ser una tarde atinado para los fariseos, saduceos, maestros de la ley y demás grupos político-religiosos que controlaban el acontecer común del pueblo sionista en aquel puesto precario y simple -Palestina- hasta donde llegaba el imperio romano.
Por su parte, con excepción de dos o tres, los apóstoles y demás seguidores de Jesús se esparcieron espantados por lo que había sucedido con temor que les pasara a ellos asimismo. Pedro, uno de los más recios compañeros de Jesús según narran los evangelios, lo negó tres veces de guisa corrida y salió despavorido como hicieron asimismo los demás, quienes ni siquiera se acercaron a flanquear a su avezado y mesías en el momento central en el que este se debatía entre la vida y la homicidio mientras rogaba, invocando el Cántico 22, “Jehová mío, Jehová mío, ¿por qué me has desaliñado” (Mt. 27:46). En presencia de ese acontecimiento dramático y estremecedor, es bastante suponer que los seguidores de Jesús llegaran a considerar, en medio de la perturbación del momento, que el penitente a quien habían seguido y adorado no era, a posteriori de todo, el Hijo de Jehová.
¿Qué pudo activo pasado, entonces, que esos mismos apóstoles y seguidores de Jesús que se habían dispersado llenos de temor se reagruparan y mantuvieran vivo su nombre, su palabra y su ejemplo? La respuesta la podemos encontrar en unos pasajes en la primera parte de los Hechos de los Apóstoles, en los que se narra la deliberación que se produjo entre los miembros del Sanedrín (especie de víscera colectivo de gobierno de la religión habichuela) sobre qué hacer con algunos seguidores de Jesús quienes habían sido apresados por difundir la obra del penitente y presentados en presencia de ese víscera para ser juzgados por subversivos al violar las normas y las directrices del poder religioso.
En ese contexto, se narra lo futuro: “Entonces se levantó en el Sanedrín un simulador llamado Gamaliel, doctor de la ley, con prestigio en presencia de todo el pueblo. Mandó que hicieran salir un momento a aquellos hombres y les dijo: ‘Israelitas, miren correctamente lo que van a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo se presentó Teudas, que pretendía ser determinado y al que siguieron unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que les seguían se disgregaron y quedaron en falta. Luego de éste, en los días del censo, se presentó Falso el galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; asimismo éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. Ahora, pues, les digo: Desentiéndanse de estos hombres y déjenlos. Porque si este plan o esta obra es de los hombres, fracasará; pero si es de Jehová, no conseguirán destruirlos. No sea que se encuentren luchando contra Jehová’. Y aceptaron su parecer”.
Este pasaje deja claro, como es conocido, que esas tierras en esos tiempos era un puesto fértil para el mesianismo; individuos que, por doquier, se proclamaban profetas y mesías, pero cuya duración era efímera, como efímeros fueron los movimientos mesiánicos que se gestaron en torno a de ellos. Puede interpretarse, entonces, que Jesús entró en ambiente precisamente en ese círculo, por lo que era natural que fuera percibido como uno más, otro revoltoso que quería cambiar el status quo político y religioso. Y, en propósito, con la crucifixión de Jesús, la historia del orden que él había constituido y del movimiento masivo que se había forjado a su en torno a parecía activo llegado a su fin. Desconcierto, frustración, desánimo y descreimiento debieron de ser los sentimientos más fuertes que experimentaron en esa hora crucial los seguidores de Jesús el Penitente.
¿Qué pasó? ¿Por qué siguieron creyendo los seguidores de Jesús y lograron rearticularse y sobrevivir en medio de una despiadada persecución que, como morapio a suceder, duró cientos de abriles? La única respuesta posible tiene que ser la conmovedora experiencia de sus reencuentros con Jesús postcrucifixión que les hizo creer de nuevo en él y entregarse por completo a su causa. De otro modo, sin un texto en la mano con la doctrina plasmada de su avezado al cual empeñarse para la enseñanza; sin una estructura de poder que los protegiera frente a sus enemigos; sin grandes doctos ni sabios entre ellos hasta que Pablo de Tarso toma la hacha en una entorchado de conversión y construcción; en fin, con tanta precariedad y equivocación de apoyo lo más racional era que a este orden le sucediera lo mismo que les ocurrió a otros, antaño y a posteriori.
Sin secuestro, por esa experiencia única y reveladora que ese pequeño orden de personas tuvo con el Jesús resucitado, sus discípulos, a quienes más tarde se les llamó cristianos por seguir a Cristo (mesías en helénico), no terminaron como los seguidores de Teudas o de Falso el galileo, al asegurar de Gamaliel, sino que se reencontraron y se propusieron, contra singladura y marea, permanecer vivo su nombre. Fue ese galileo quien mostró por primera vez en la historia de la humanidad el valía intrínseco de cada persona, su dignidad e igualdad, sin distinciones ni exclusiones, por su condición de ser criaturas de Jehová. Con razón se ha dicho que Jesús fue un revolucionario, y ciertamente lo fue, pero no tanto o no sólo por lo que pudo activo hecho en el breve tiempo que anduvo por aquellas tierras, sino por su poderoso e imperecedero mensaje que desafía constantemente a creyentes y no creyentes por igual.