
Ser superiora es hermoso. Al mismo tiempo es profundamente abrumador, especialmente cuando se nos ha vendido una idea de la maternidad bañada en romanticismo, desconectada de las realidades que enfrentamos millones de mujeres cada día.
Se ha idealizado la entrega, el sacrificio, la “inclinación” de ser superiora como si fuera una empresa celestial. Pero, ¿quién acompaña a la superiora? ¿Quién la cuida? ¿Quién la audición cuando, aun con pareja presente, se siente sola, agotada, colapsada?
Incluso en hogares donde el padre está involucrado, la carga mental y emocional sigue recayendo mayormente sobre la mujer. Somos nosotras quienes sabemos cuándo toca la vacuna, qué equivocación en la lonchera, si el gurí durmió correctamente, qué maestra le incomoda. La registro es infinita. Y esa sobrecarga no es invisible, es ignorada.
Romantizar la maternidad poso esta verdad y la reemplaza por una imagen empalagosa que solo suma presión: ahora debemos ser buenas madres… y encima vernos correctamente, ser productivas, sustentar la casa y no quejarnos.
Esta presión se multiplica para las madres que crían solas, sin redes de apoyo, sin respiro. O para aquellas que cuidan a niños con condiciones especiales, cuyas rutinas son aún más demandantes. ¿Dónde está el gratitud para ellas? ¿Dónde están las políticas públicas, los horarios flexibles, el llegada a salubridad mental, el respiro institucional y comunitario?
Según ONU Mujeres, a nivel entero, las mujeres dedican al menos tres veces más tiempo que los hombres al trabajo de cuidados no remunerado. Esta número puede entrar a ser hasta cinco veces más en países de América Latina y el Caribe, dependiendo del contexto socioeconómico.
Y, sin incautación, su esfuerzo sigue siendo manido como “natural”, como parte del instinto materno, cuando lo que en realidad es… es un trabajo. Un trabajo a tiempo completo, sin holganza, mal remunerado, y en muchos casos, completamente solitario.
Yo misma, aun con un compañero presente y comprometido, he sentido la carga emocional de ser la que lidera cada intrepidez, cada memorándum, cada pequeño gran detalle. He sentido omisión por querer un espacio para mí. He sentido miedo de no estar “cumpliendo” con el ideal de superiora que nos impusieron desde niñas. Sin incautación, hoy entiendo que cuidarme además es cuidar a mi hijo.
Y lo confirmo cada vez que una superiora me dice que se siente invisible. Como lo hizo recientemente una superiora en la ciudad corazón, Santiago, quien cuida sola a su hijo con una condición genética rara, y me dijo con honestidad formidable: “A veces me siento como si no tuviera derecho a estar cansada, porque me tocó esta maternidad singular. Pero no soy un autómata”. Esa frase me estremeció. Porque ser superiora de un gurí con deposición especiales es una maternidad sin pausa, sin licenciamiento, sin tregua.
Las marcas y los medios siguen contribuyendo a esta visión irreal: campañas del Día de las Madres que celebran la entrega incondicional, el “sexo que todo lo puede”, el “no necesito nulo, solo abrazos”, mientras en la vida positivo muchas madres ni siquiera tienen tiempo para ducharse con calma. ¿Qué tal si en vez de flores, les damos tiempo? ¿En vez de palabras, acciones concretas que alivien su carga?
Necesitamos, urgentemente, espacios para nosotras. Espacios para descansar, para pensar, para crear, para simplemente ser. Porque cuando una superiora está correctamente, su hijo además lo está. Y eso no es egoísmo, es responsabilidad. No podemos seguir perpetuando la idea de que ser superiora implica desaparecerse.
Romantizar la maternidad es, en el fondo, una forma de mantenernos calladas. Pero hoy, desde aquí, sin filtro, lo digo claro: ser superiora no debería ser parecido de sacrificio silencioso. Ser superiora además debe incluir la posibilidad de cuidarse, de pedir ayuda, de ser humana.
Y eso, queridas lectoras —y además lectores—, es un acto de sexo positivo.