
Estamos atravesando tiempos donde los verdaderos males sociales no se enfrentan con indignación colectivosino que muchas veces lo abordamos desde la indiferencia.
Donde mirar con destino a otro flanco se ha vuelto el camino más liviana de todos. En el que las tragedias escasamente sacuden la superficie emocional de la multitud y pronto se desvanecen en la rutina diaria.
Una indiferencia que ya ha sido normalizadosilenciosa y que va en franco crecimiento, amenazando con interrumpir los cimientos de nuestra sociedad.
Lo vemos con crudeza en lo ocurrido recientemente, donde 232 personas perdieron la vida por un hecho tan evitable como imperdonable: la equivocación de mantenimiento a una estructura que debía ser segura.
¿Cómo es posible que una omisión tan básica, dar seguimiento al estado de un edificiohaya desencadenado equivalente catástrofe?
La respuesta duele más que el hecho: porque a nadie le importó lo suficiente. Porque lo dejamos suceder. Porque la negligencia se vuelve rutina cuando nadie exige, cuando nadie actúa.
Pero esta desconexión no es solo institucional. La vivimos en lo corriente, en nuestros propios entornos. En los edificios donde convivimos, en nuestros espacios comunes, donde muchos prefieren ignorar las carencias reales con tal de no hacerse cargo responsabilidad.
En la comodidad de no involucrarse, en el silencio que valida la omisión. He sido testificador de esto. Lo que debería ser un esfuerzo compartido por el bienestar global, se ha transformado en una batalla constante contra la apatía. Hay una amenazador desconexión con el sentido de pertenencia.
Como si lo colectivo ya no importara. Como si los problemas del otro nunca fueran a tocarnos.
La civilización del descuido
Cada vez que preferimos callar delante una injusticiacada vez que dejamos suceder una irresponsabilidad, estamos validando la civilización del descuido.
Lo más preocupante es que la indiferencia No discrimina edades. La gestación X, marcada por el deber y la estabilidad, muchas veces se refugia en el individualismo que han ido aprendiendo. Los Millennialsabrumados por la hiperconectividad, están agotados de causas que parecen no tener fin ni huella.
Y la gestación Z, testificador de un mundo en crisis permanente, lucha contra la apatía. En todas las generaciones hay voces comprometidas, sí. Pero todavía hay muchas que ya no reaccionan, que han perdido la capacidad de conmoverse.
Cuando permitimos que la apatía tome las riendas, todos nos volvemos vulnerables. Cuando se rompe el techo de uno, el peligro es de todos.
La indiferencia no es solo un acto de omisión en el presente: es una semilla que, si no se detiene, germinará en el futuro, que será afectado por la fragmentación, el cinismo y la desconfianza. Por ello, el costo de esta indiferencia es demasiado parada.
No baste con llorar las tragedias. Hay que prevenirlas. No es suficiente con conmovernos en el momento. Hay que llevar a cabo antaño. Exigir responsabilidad, participar activamente, recuperar el sentido de comunidad y el compromiso con lo correcto.
La indiferenciauna atrevimiento
Una sociedad que se narcótico delante el dolor desconocedorque normaliza el cesión, que le da la espalda al admisiblemente global, está condenada a repetir sus errores hasta que ya no haya envés antes.
El encomienda que deja la indiferencia es devastador: sociedades rotas, instituciones débiles, generaciones enteras que ya no creen que valga la pena combatir por lo calibrado.
Si no despertamos ahora y no recuperamos la sensibilidadel compromiso con lo correcto y el sentido de pertenencia, seguiremos lamentando más techos caídos, más vidas perdidas, más oportunidades desperdiciadas de construir un país mejor.
El acto de ser indiferente es todavía una forma de osar. Es una comicios que, por omisiónperpetúa los males que deberíamos erradicar. Y si no hacemos poco, seremos recordados no por lo que construimos, sino por todo aquello que dejamos caer sin siquiera blandir la voz.