La dignidad: un acto político de resistor | AlMomento.net

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La autora es empresaria. Reside en Puerto Plata

Por Lourdes Batista Jakab

Hay mujeres que nacen con la vitral en la frente, con la palabra afilada y el corazón noble. Y por eso les temen.

Porque no se arrodillan. Porque no traicionan. Porque su luz ofende a quienes habitan en la sombra.

Hay mujeres que no nacen para placer, sino para incomodar. Mujeres con la palabra afilada, la conciencia clara y la dignidad intacta. A esas se les teme.

Porque no ceden. Porque no pactan con lo turbio. Porque su integridad desenmascara las oscuridades.

En las entrañas del silencio institucional, se esconde una violencia sorda, disfrazada de formalidad, pero cargada de misoginia, manipulación y cálculo partidista. Callar delante eso es claudicar, no solo delante la historia personal, sino delante la memoria colectiva de tantas mujeres que han sido desprestigiadas por ejercitar con adorno cargos públicos.

Durante mi mandato como comisionada de civilización en Nueva York, no fue el trabajo lo que pesó: fue la descomposición casto de ciertos actores políticos que, con absoluta impunidad, pretendían convertir la mandato en un espacio de clientelismo y tráfico de influencias.

Me enfrenté a presiones para designar personas sin la calificación ni la gusto, como si el mérito partidista fuese lo único irrelevante.

Presente la cruel humillación en un acto oficial del INDEX, que siendo invitada un dirigente ordenó levantarme del asiento, porque no había cedido a sus pretensiones, como si la investidura de una mujer valiera menos que su afán.

Ese mueca no fue un simple incidente: fue un símbolo de poco más profundo. Un intento de ceñir mi presencia institucional a un plano privado, como si la dignidad no tuviera derecho a vivir lo manifiesto.

Además intentaron seducirme con una corrupción maquillada de eficiencia: promesas ágiles, contratos sin alma, favores que se ofrecían en voz depreciación, como si la celeridad justificara la yerro de ética.

Me negué. Al no conquistar someterme, pasaron al ataque: tejieron rumores, lanzaron acusaciones sin fundamentos y recurrieron a lo más vil —usar mi vida privada como arsenal para desacreditarme.

En sinceridad, no perseguían la verdad, sino la satisfacción de ver a una mujer arder en la hoguera del escarnio.

El precio de no ser comprada fue parada. Pero más parada habría sido el costo de traicionarme a mí misma.

A salvo de Raful

Hoy, al ver los ataques inhumanos contra la ministra Faride Raful, me recorre un estremecimiento que no es solo memoria, sino advertencia. Otra mujer brillante, honesta, con dignidad y principios críticos, convertida en blanco de una maquinaria mediática que no perdona la honradez.

Porque aquí el “nuevo poder de la comunicación» castiga la independencia. Castiga a la mujer que no se deja coartar. Y lo más triste —doloroso— es que a veces otra mujer se preste a dañar la imagen de quien debería ser su símbolo de conquista y redención.

A veces, la parte más oscura del alma humana se activa con placer: destruir al otro se vuelve un control de ego, y en ese acto, muere la compasión, la vergüenza y el sentido popular.

La afán desmedida no solo corrompe: convierte la ética en obstáculo, y al honesto en amenaza.

Así se entierra la dignidad ajena, no por falta, sino por conveniencia.

Y lo más perverso es cuando la traición llega disfrazada, con rostro de mujer y voz de terciopelo. Porque no hay tóxico más sutil que el que viene de quien debió sostenerte.

La defensa de Faride no se proxenetismo de simpatía personal, ni política, es ética y casto colectiva. Ese es el deber de toda sociedad que aspira a poco más que la repetición del demasía y el descrédito.

Y es aquí donde cobra pleno sentido la palabra sororidad, ese compromiso ético, social, político entre mujeres; para defenderse y resistir juntas frente a un sistema que históricamente las ha dividido, oprimido y que investigación silenciarlas.

Porque la sororidad no debe ser un discurso de moda, ni un hashtag. Sino una forma de resistir juntas

Porque si no nos apoyamos. ¿Quién lo hará?

La frase de Hannah Arendt —“La verdad es demasiado débil para defenderse contra el poder si no encuentra aliados”— resuena con fuerza en este contexto.

Lo que está en serie no es una figura pública, sino la posibilidad misma de que la ética tenga circunstancia en la vida institucional.

Muchos opinan con celeridad, desde la cima de su ignorancia o el frío cálculo del poder. Pero hay verdades que solo se revelan cuando se atraviesa el fuego. Yo lo atravesé. Y salí de pie.

La República Dominicana necesita mujeres que no pidan permiso para ejercitar con carácter. Que tengan criterio para aseverar “no” aunque duela, y coraje para no renunciar a sí mismas.

La civilización de la impunidad, del rumor, del oprobio como arsenal, debe ser confrontada con firmeza.  no con complicidad.

La infamia se ha sentado a la mesa con voz amplificada y desfila con pantalla, pronunciando fallos que no provienen del derecho, sino del interés.

Frente a esta secuencia, no podemos callar. Porque cuando la casto es ultrajada, no hay nación que permanezca en pie, ni pueblo que conserve el alma.

Si susurrar, hacer lo correcto y denunciar lo despreciable  incomoda, que tiemble el silencio.

Porque hay momentos en que callar no es prudencia, es traición. Y nosotras no nacimos para obedecer al miedo, sino para romperlo.

Como escribió Antonio Gramsci: “Odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia.”

La dignidad exige ruido, palabra, paso firme. Platicar, resistir, persistir. Eso no es solo memoria: eso incluso es futuro. Eso incluso es historia.

Luego, Faride Raful: palabra. Defiende tu dignidad en el demarcación que la política —con todas sus sombras— te ha presentado. Porque callar delante la infamia no es prudencia, es claudicar; y tu voz, en estos tiempos, es una obligación ética y un acto de resistor.

Jpm-am

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