
Por Abril Peña
La batalla afirmativa surgió como un intento de saldar una deuda histórica. No como un privilegio, sino como una corrección. En los abriles 60, tras décadas de discriminación legítimo y sistémica, Estados Unidos asumió que respaldar igualdad de derechos no era suficiente si no se nivelaban las condiciones de partida. Así nacieron las políticas de batalla afirmativa, que buscaron rasgar espacio a minorías históricamente excluidas del paso existente a la educación superior y al empleo.
Pero más de medio siglo luego, la peso vuelve a humillar. El expresidente Donald Trump ordenó la asesinato de estas políticas tanto en universidades como en instituciones federales, alegando que hoy son una forma de discriminación inversa. El nuevo mantra es “igualdad sin preferencias”, bajo una método estrictamente meritocrática. Lo que no se dice es que la supuesta meritocracia suele ignorar las condiciones materiales y sociales que determinan quién puede competir y en qué condiciones.
¿Por qué se creó la batalla afirmativa?
Durante décadas, afroamericanos, latinos, mujeres y otras minorías fueron excluidos sistemáticamente de universidades, empleos de calidad y cargos públicos. La batalla afirmativa no fue una dádiva, sino una política de razón correctiva: rasgar cupos, ampliar criterios de admisión y contratar de forma más representativa. Su objetivo era corregir el desequilibrio histórico y respaldar que el talento no se perdiera por prevención, pobreza o omisión.
John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson fueron los primeros presidentes en institucionalizarla mediante órdenes ejecutivas. Luego, universidades y empresas la adoptaron como parte de sus políticas de equidad. No se trataba de regalar puestos, sino de ampliar las oportunidades.
La visión de Trump: entre legalismo y populismo
Trump, fiel a su novelística de “Estados Unidos para los americanos”, promovió la asesinato de la batalla afirmativa como parte de su cruzada contra lo que apasionamiento “ideologías radicales de izquierda”. Para su compañía, las políticas de heterogeneidad y equidad eran formas disfrazadas de discriminación, y debían ser sustituidas por evaluaciones “ciegas” al mérito individual.
Con ese argumento, en enero de 2025 firmó una orden ejecutiva que suprime las obligaciones federales en materia de heterogeneidad. Universidades y agencias públicas ya no están obligadas a implementar programas de inclusión, y los contratos con el gobierno dejaron de exigir criterios de representación.
La respuesta de las universidades
Universidades como Harvard, Yale, Stanford o el MIT han respondido con firmeza. Para muchas de estas instituciones, los programas de heterogeneidad son parte esencial de su empresa educativa. Argumentan que un entorno universitario sin pluralidad de orígenes, realidades y visiones empobrece la experiencia formativa.
En el caso de Harvard, su negativa a eliminar los programas de DEI (Diversificación, Equidad e Inclusión) ha derivado en la congelación de más de 2 mil millones de dólares en fondos federales. Pero la universidad ha reiterado que no cederá. Otras, más temerosas, han optado por desmontar discretamente sus departamentos de equidad.
¿Qué pasará sin batalla afirmativa?
Distintos estudios anticipan que, sin batalla afirmativa, la representación de afroamericanos, latinos e incluso asiáticos en universidades selectivas disminuirá. No porque no tengan talento, sino porque las condiciones de paso vuelven a acatar exclusivamente de exámenes estandarizados, historial universitario y capacidad económica, todos factores profundamente atravesados por la desigualdad estructural.
En el ámbito sindical, poco similar podría ocurrir. Muchas empresas, presionadas por agendas políticas o temor a sanciones, ya están revisando o eliminando sus programas internos de heterogeneidad. Esto no solo afectará el paso al empleo, sino igualmente los espacios de crecimiento profesional para millones.
¿Discriminación inversa o razón postergada?
El argumento de la “discriminación inversa” ha manada demarcación, especialmente en sectores blancos de clase media que sienten que han sido desplazados por políticas de inclusión. Pero ¿puede ocurrir discriminación cuando los privilegiados de siempre siguen controlando los centros de poder? ¿Puede hablarse de razón si se ignoran las barreras históricas que impiden competir en igualdad de condiciones?
Eliminar la batalla afirmativa bajo el pretexto de restaurar el mérito no corrige una injusticia; la disfraza. La igualdad de oportunidades no es una partidura de partida, es un trayecto. Y cuando algunos corren con obstáculos desde antaño de manar, el simple “que gane el mejor” es una comedia.