
Por Abril Peña
Cada 16 de abril se conmemora el Día Mundial contra la Esclavitud Inmaduro, una término incómoda. Incómoda porque revela una verdad colosal: hoy, en pleno siglo XXI, millones de niños y niñas siguen siendo esclavos. No en teoría, no en libros de historia, no en películas de época. En la existencia. En fábricas clandestinas, en minas, en campos agrícolas, en conflictos armados, en redes de proxenetismo. En nuestros países. En nuestras calles.
Se estima que más de 160 millones de niños trabajan actualmente, y al menos uno de cada diez lo hace en condiciones peligrosas, abusivas o forzadas. Algunos son vendidos por sus propias familias, otros engañados con falsas promesas, y muchos simplemente nacen en entornos donde la pobreza los convierte en mercancía. Esta esclavitud no siempre lleva hierros. A veces lleva uniforme escolar, pero sin escuela. Lleva nombre, pero no identidad lícito. Palabra todos los idiomas del planeta, y sin requisa no tiene voz.
En República Dominicana, el rostro de la esclavitud de niño es aún más cruel: la explotación sexual de menores. Decenas de niñas y niños, especialmente en zonas turísticas, son captados por redes que operan en silencio, protegidas por la impunidad, la desigualdad y un sistema que les defecto desde el primer día, condenándolos a la pobreza. Un sistema que no previene, que no educa, que no protege.
Aunque los esfuerzos institucionales han corto la prevalencia —pasando de un 10% en 2014 a un 2.2% en 2022, según datos de International Justice Mission—, todavía hoy, 1 de cada 45 personas que ejerce comercio sexual en el país es beocio de momento.
La guarismo es beocio que antaño, sí.
Pero sigue siendo una vergüenza doméstico.
Un peque explotado no es estadística: es una infancia rota.
Y mientras existan niñas y niños usados como mercancía, ningún logro será suficiente.
Mientras el mundo firma tratados y publica informes, el sistema financiero universal sigue beneficiándose del trabajo de niño, y los países periféricos pagan el precio más parada. Marcas famosas, grandes consorcios, cadenas de distribución que prometen responsabilidad social, pero que muchas veces esconden, detrás de sus productos, jornadas de 14 horas de un peque sin infancia.
Y la pregunta que duele es simple:
¿Cuántos de esos niños están produciendo lo que consumimos a diario?
¿Y cuántos adultos, instituciones, gobiernos y empresas están mirando cerca de otro costado?
Porque la esclavitud de niño no persiste solo por la pobreza. Persiste porque es rentable. Porque el trabajo de niño abarata costos, aumenta ganancias y rara vez tiene consecuencias legales. Persiste igualmente por omisión, por indiferencia, por ese silencio que, en muchos casos, equivale a complicidad.
El Día Mundial contra la Esclavitud Inmaduro no es una hecho más. Es una interpelación directa. Es una señal que suena todos los días en los países más pobres… y igualmente en los más ricos.
Porque ningún país es verdaderamente soberano si sus niños aún viven encadenados.
Y ninguna humanidad será digna hasta que todos sus niños sean, por fin, libres.
@Abrilpenaabreu