El mejora nos hizo insensibles | AlMomento.net

El mejora nos hizo insensibles | AlMomento.net

El autor es politólogo y teólogo. Reside en Nueva York

Viví en un extrarradio de la renta donde la miseria era visible, pero no monstruosa. La clan dejaba las puertas abiertas, y si alguno sufría un siniestro, los vecinos corrían a ayudar. El borracho del parque era parte del vecindario, y aunque no tuviera hogar, tenía nombre.

La pobreza no era motivo de vergüenza, y la dignidad no necesitaba disfraz. Había humanidad en medio de la escasez. Hoy, esa humanidad parece haberse extraviado.

El mejora llegó con promesas de orden, eficiencia y confort. Nos ofreció seguridad, velocidad, comodidad. Pero a cambio, nos pidió poco más sutil: nuestra sensibilidad. Y se la dimos. Sin darnos cuenta, comenzamos a mirar en torno a otro costado. A evaluar el valía de una vida por su utilidad o por su imagen. La miseria, si es visible, ahora molesta.

Nos acostumbramos a ver cuerpos tirados en las aceras como si fueran parte del equipaje urbano. A escuchar gritos en la indeterminación sin asomarnos. A ocurrir frente a tragedias con la prisa como excusa.

El mejora nos hizo rápidos, pero no más atentos. Nos hizo ocupados, pero no más comprometidos. Perdimos la pausa sagrada que exige la compasión: esa capacidad de detenerse y apreciar.

Esto no es solo una particularidad de ciudad. Es una advertencia civilizatoria. Alemania, cuna del pensamiento, del arte, de la filosofía, se convirtió en el epicentro del horror. El Holocausto no fue obra de ignorantes, sino de ilustrados sin alma. “La luz en las manos de las tinieblas solo alumbra el torrentera.” El conocimiento sin conciencia perfecciona el crimen.

Lo primero: aprender

La tragedia del Jet-Set es el espejo más cruel de nuestra época. Un avión cae, y lo primero que algunos hacen no es fluir, ayudar o callar. Es aprender. Es robar. Es subir contenido para vencer likes. La crimen aún tibia se convierte en contenido. La crimen, en tendencia.

Nos volvimos consumidores de catástrofes, espectadores del sufrimiento, voyeristas de la desgracia ajena.

“Se alegraban de sus males, repartían sus vestidos, y sobre sus ropas echaron suertes” (Himno 22:18).

Lo peor es que ya no nos escandaliza. Ni nos avergüenza. Hay poco roto en nosotros cuando la empatía necesita filtros para activarse.

El psiquiatra Boris Cyrulnik, declarante del nazismo, diría que hemos reprimido nuestro trauma colectivo y ahora lo repetimos de forma disfrazada. Nos anestesiamos para sobrevivir en un mundo cruel, pero esa anestésico ya no nos deja apreciar ni cortejar.

Él insiste en que solo el coito repara. Pero el coito requiere presencia, requiere audición, requiere humanidad. Y eso es puntual lo que estamos perdiendo.

Hemos creado ciudades donde la estética es más importante que la ética. Donde lo que no se muestra no existe. Donde el éxito se mide por cuántos miran, no por cuánto conmueve.

La civilización del espectáculo nos robó la respeto. Ya no pespunte con poblar: hay que transmitirlo. Y en ese diversión de apariencias, se nos muere el alma mientras la imagen se mantiene impecable.

Es cierto que no todo pasado fue mejor. Pero había una cercanía en lo humano que hoy extrañamos. Había comunidad, aunque fuera precaria. Hoy tenemos redes, pero no vínculos. Tenemos conexiones, pero no abrazos. Sabemos mucho, pero entendemos poco. Y esa desconexión es la raíz de nuestra insensibilidad.

El problema no es el mejora, sino su propósito. Desarrollarse sin corazón es crecer en torno a el vano. Es construir autopistas en torno a el torrentera. Es perfeccionar el método para esconder el dolor, en vez de sanarlo.

“Aunque hablen lenguas humanas y angélicas, si no tienen coito, son como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1).

Lo que debería hacernos mejores, nos está haciendo más fríos.

Debemos preguntarnos: ¿qué clase de sociedad estamos construyendo? ¿Una que avanza sin mirar detrás, sin mirar al costado, sin mirar al otro? ¿O una que aún se detiene frente a el que cae, frente a el que llora, frente a el que sufre?

Necesitamos rebelarnos contra la frialdad.

Recuperar la capacidad de estremecernos. Retornar a apreciar como acto de resistor.

Tal vez lo que más necesita el mundo no es más velocidad, ni más pantallas, ni más algoritmos. Sino más corazones abiertos. Más manos extendidas. Más luceros que se atrevan a fluir por otro. Más personas dispuestas a proponer: “Esto duele, y no lo voy a ignorar”. Porque cuando la insensibilidad se normaliza, la barbarie encuentra contorno fértil.

El gran pecado de esta concepción no será tanto la maldad de los perversos, sino el silencio de los insensibles.

“Por haberse multiplicado la maldad, el coito de muchos se enfriará” (Mateo 24:12).

Ese refrigeramiento es el peor representación del alma contemporánea. No grita, no hiere, pero mata. Mata en silencio, por omisión, por inercia. Y mata mucho.

Hay una necesidad por despertar del modorra. Por retornar a ver al otro no como una molestia o una amenaza, sino como un reflexiva de uno mismo. Por devolverle humanidad a la vida cotidiana. La ética no está en los discursos, sino en lo ordinario: en cómo reaccionamos frente a el dolor indiferente.

“Llorad con los que lloran” (Romanos 12:15). Y si ya no podemos fluir… entonces poco en nosotros necesita resucitar.

Que este llamado no quede solo en palabras. Que nos permita mirar en torno a adentro, tocar nuestras fibras más humanas y redescubrir el valía de apreciar.

Porque no hay civilización sin ternura, ni futuro sin compasión. Y porque, como advirtió una vez alguno el más sabio, “¿de qué le sirve al hombre vencer el mundo inconmovible, si pierde su alma?” (Marcos 8:36).

Jpm-am

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