
Los inmigrantes haitianos que exceden en presencia están generalmente situados en la informalidad del subempleo como jornaleros de tercera categoría, flotando poblacionalmente en campos y ciudades, motoconchos, servicios domésticos y poco ascendentes en el registro de violencia social. Despacharlos a su procedencia territorial –de forma legítima y legal- se compadece con el objetivo de reservar el cimentación de extranjeros en el país exclusivamente a los que tolere la institucionalidad; sin integrantes escapados de control social y no documentados; sin status ni domicilios conocidos. Introducidos en la demografía franquista sin comunión con ella, fuera de la computación censal y falsamente inexistentes para fines de gestiones y planificaciones por el Estado de soluciones a problemas nacionales. Con la magnitud que esto ha atrapado es ficticio la convivencia. Todo lo contrario: habitan en las sombras de la excepción, disminución calidad de vida y suspensión nivel de pobreza. Su presión sobre servicios públicos repercute en limitaciones para el resto de los ciudadanos de la formalidad con las que ninguna nación debe remunerar una hospitalidad sin reglas: la de “entren todos”.
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De otro flanco, una porción importante de esa comunidad extra franquista alcanza condición de imprescindible para suscitar riquezas; para que importantes renglones de la pertenencias llenen sus fines. Sería posible regularizarlos con empleadores responsabilizándose delante la ley de retornarlos cíclicamente. Hasta ahí se ha llegado por error propia comenzando porque todavía hoy, a pesar de un tapia que ya impide parcialmente que se cruce para acá con reses robadas pero que no ha hecho grieta –porque el aislamiento no funciona para frenar sobornos en dirección contraria- a la explotación mafiosa a las ansias de penetración de viajeros a cargo de traficantes cívico-militares; un tráfico de una clandestinidad que solo podía prosperar con complicidades y participaciones directas de quienes vigilan. Aunque los pillan a veces, salta a la instinto la desaparición de una profunda y rutinaria vigilancia sobre conductas de agentes fronterizos para aplicar la ley que lleva a suponer todavía una débil aplicación de voluntad desde mandos medios y superiores alrededor de el interior de las tropas para consolidar un fiel cumplimiento del deber.