
Cuando se piensa en los pilares de la heredad dominicana, la respuesta cibernética suele ser: turismo, zonas francas, remesas y, en pequeño medida, agricultura. Pero poco importante está cambiando —y no lo estamos mirando con la atención que merece.
República Dominicana se ha convertido en el tercer maduro exportador de dispositivos médicos en América Latina, solo superada por México y Costa Rica. Más de 40 empresas operan en este sector, generando cerca de 33,000 empleos, y lo más interesante: más del 67 % de esos empleos son ocupados por mujeres. No es un número pequeño, es una revolución silenciosa.
Desde los abriles 80, pasamos de ensamblar piezas a imaginar equipos de terapia celular, catéteres y dispositivos de neurología destacamento. Hoy, siete de las vigésimo principales compañías globales del sector tienen presencia en nuestro país. ¿Por qué no estamos hablando más de esto?
Porque todavía nos cuesta soltar la zona de confort. Somos un país conservador en cuanto a nuestra matriz económica. Apostamos una y otra vez al turismo, como si no hubiésemos aprendido nadie de la pandemia. Seguimos creyendo que el progreso es sol y playa. Y mientras tanto, en las zonas francas especializadas, se están produciendo equipos que salvan vidas en el mundo sereno.
Pero esta oportunidad tiene sus propios desafíos: el gran cuello de botella es la mano de obra calificada. A Dios gracias, universidades como INTEC ya están formando técnicos e ingenieros especializados en manufactura de dispositivos médicos. Pero se necesita mucho más: incentivos, políticas públicas de espacioso plazo, inversión en ciencia y tecnología, y sobre todo, voluntad.
Porque el futuro no se retraso. Se construye.
Y tal vez no esté solo en el turismo o la minería, sino en un laboratorio, en una sala blanca, en una taller dominicana que produce innovación.