Una auténtica cumbre creativa sobre el poder narrativo de la música en el cine

Durante hora y media, en una de las actividades más íntimas y enriquecedoras de la presente tirada del Festival de Cannes, el director mexicano Guillermo del Toro y el compositor francés Alexandre Desplat protagonizaron una conversación orquestada por la SACEM (Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música) y guiada por el experto Stéphane Lerouge.

No fue una clase genial convencional, sino una auténtica cumbre creativa sobre el poder narrativo de la música en el cine.

Los dos artistas, desde sus trincheras, compartieron con franqueza y sensibilidad sus pasiones, procesos y secretos —los verdaderos, no los publicitarios— sobre cómo las melodías pueden hacer cuchichear a las imágenes.

Lo primero que quedó claro fue que, para uno y otro, el inclinación por el cine nació desde la música.

Desplat, uno de los compositores más reconocidos de su coexistentes, confesó que el cine fue su El Dorado.

Su pubertad estuvo marcada por la fascinación cerca de el Nuevo Hollywood: Spielberg, Scorsese, De Palma, Coppola, y, por supuesto, las bandas sonoras que acompañan esas películas.

Compraba vinilos importados, escuchaba sin cesar partituras de John Williams, Bernard Herrmann y Jerry Goldsmith.

El cine, según Desplat, era el único arte donde todo era posible: un día se podía escribir para un cuarteto de cuerdas y al subsiguiente para una big band de jazz. Esa facilidad estilística se convirtió en su disposición.

Por su parte, Guillermo del Toro evocó una cuento similar: su primer disco fue la lado sonora de Jaws (Tiburón), seguido de The Godfather.

En una época sin streaming ni plataformas, el único modo de revivir una película era cerrar los fanales, poner el vinilo y dejar que la música evoca las imágenes.

Para él, la música no era una apéndice, sino una forma de ver el cine con los oídos.

“El 90% de la música que escucho son bandas sonoras”, confesó.

En su casa, las estanterías están llenas de scores, no de discos de pop. Porque para él, los verdaderos compositores de cine son narradores, igual que un director.

Del Toro explicó que en Jaws descubrió el efectivo poder de la colaboración entre director y compositor. Spielberg dirigía como si fuera un músico y Williams componía como si fuera un cineasta. Esa sincronía marcó profundamente al director de El barullo del fauno. “La cámara es la primera nota musical”, dijo con entusiasmo.

Para él, la partitura comienza desde el ajuste, desde el ritmo con el que se mueve la cámara, desde la duración de una toma. Y por eso, añadió con complicidad, considera que Desplat no es solo un compositor, sino asimismo un director.

Alexandre Desplat ha sido, de hecho, el arquitecto musical de muchas películas que requieren una sensibilidad fuera de lo convencional.

Campeón de dos premios Óscar (The Grand Budapest Hotel y The Shape of Water), su estilo es reconocible pero nunca repetitivo.

Él mismo lo explicó: sus influencias musicales son tan vastas como inesperadas.

Ritmos brasileños, cantos burundeses, melodías griegas, percusiones africanas… todo forma parte de su universo sonoro.

No porque quiera sonar original, sino porque —como dijo con claridad— un compositor debe ser un “constructor de mundos imaginarios”.

Al igual que un director crea un universo visual, el compositor lo esculpe con sonidos.

Cuando se prostitución de adjuntar a los personajes en una película, Desplat asegura que su enfoque es profundamente psicológico.

A diferencia de la música de movimiento que subraya los posesiones o los giros dramáticos, su partitura se adhiere al alma de los personajes.

“Sembramos pequeñas semillas desde el principio”, explicó, “y las vemos florecer en las escenas secreto”.

No se prostitución de una música decorativa, sino de una música con propósito narrativo.

La conversación asimismo se adentró en cómo se construye una colaboración creativa entre compositor y director. Desplat describió ese vínculo como un “teatro emocional” al que es invitado.

Él se sumerge en la película como un actor que debe encontrar su tono. Se nutre de su bagaje —no sólo musical, sino asimismo pictórico, intelectual, incluso filosófico— para objetar a las imágenes que el director le propone.

“Soy, en cierto modo, el tercer autor de la película”, afirmó. Y esa autoría no pesquisa el protagonismo, sino el seguridad.

Del Toro, por su parte, destacó que trabajar con compositores como Desplat implica una entrega absoluta, casi ritual. “Hay que creer”, dijo.

La música es el transporte que puede elevar una panorama corriente a un plano trascendente. Y para lograrlo, el cineasta debe memorizar a soltar control, a dejar que la música transforme su obra sin miedo.

Por eso considera que el trabajo con Desplat en La forma del agua fue uno de los más sublimes de su carrera.

El resultado: una partitura fluida, líquida, que se funde con los silencios y los suspiros de los personajes.

Lo más poderoso de este aproximación fue presenciar la comunión entre dos artistas que no compiten por dominar una película, sino que colaboran para revelar.

Los dos entienden el cine como una coreografía entre imagen y sonido, como una danza de sensibilidades. Y uno y otro, encima, comparten una idea romántica del cine como experiencia sensorial total.

Al obturación del evento, Lerouge preguntó si la música en el cine sigue teniendo espacio en una industria cada vez más dominada por algoritmos y fórmulas. Del Toro fue tajante: “Mientras haya emoción, habrá música. Y mientras haya música, el cine no morirá”. Desplat asintió. Y en ese aspaviento silencioso se resumió la esencia de toda la conversación: el cine, en su forma más pura, no es una industria sino un acto poético. Y la música, como diría Tarkovski, es el tiempo que se hace visible.


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