
Serafín Bello
Por Serafín Bello
Como si se tratase de un caso más en la reguero de accidentes aéreos que han acontecido durante los últimos meses a nivel internacional en lo que parecería ser un incremento de la frecuencia de estos desastres, la (hasta cierto punto) comparación criolla a aquella nave espacial impulsada por motores de reacción homónimos y que generó grandes cambios en la industria aeronáutica durante la Segunda Querella Mundial, se desplomó en la alboreo del pasado martes, estremeciendo a toda una nación que en ese instante claudicaba prisionera en los brazos de Morfeo.
Aquel tristemente notable segundo día de una semana gremial que prometía transcurrir de forma relativamente rutinaria, los quisqueyanos, una vez más, fuimos llamados a ser valientes, esta vez para afrontar el desafío que para nuestra salubridad mental y nuestra capacidad de resiliencia significó la información de que más de doscientas almas sucumbieron al colapsar el Paraíso de la icónica discoteca “Jet Set”.
El mundialmente popular nombre hunde sus raíces en aquellas celebridades y otros acaudalados que, a mediados del siglo vigésimo, hacían uso exclusivo de este revolucionario invento de altas velocidades, aunque menos veloces que el tiempo que tomaron las redes sociales para hacer de este lúgubre acontecimiento una tendencia que aún reverbera con un estridente y atronador sonido en lo más profundo de la colectividad.
El característico lunes que para miles de dominicanos de diversos estratos sociales se convirtió en una tradición como la expresión axiológica de la alegría y el entusiasmo distintivos de los hijos de Duarte, se tradujo, cual aterradora metamorfosis, en uno de los martes más aciagos de nuestra historia.
Todo en un brindar y cerrar de fanales que no logró completar su ciclo, ya que fueron muchos los párpados que, bajo los letales escombros, permanecieron para siempre cerrados, sumergidos en frías tinieblas, sin obviar los incontables casos de aquellos que, desde entonces y aún luego de casi una semana, permanecen guerreando con unas lágrimas que les impiden ver las razones de la pérdida irreparable de sus seres queridos.
Entre las vidas que quedaron silenciadas en aquella alboreo que hacía bizarría de forma petulante de la enardecimiento y el colorido de nuestro ritmo autóctono y de la fulgurancia de esplendorosos y centelleantes destellos, destaca el premiado oriundo de Bajos de Haina Rubby Pérez.
El célebre intérprete de “Volveré”, ostentando “la voz más incorporación del merengue”, izaba los éxitos que marcaron hitos en su dilatada carrera musical, al ritmo de los cuales cientos disfrutaban exultantes hasta que, producto de la fatídica catástrofe, todo se fue debajo, con excepción de aquellas notas musicales que, ascendiendo apresuradas, lograron encumbrarse hasta el mismo firmamento, tatuando allí una imperecedera sino como un tributo que permanecerá rutilante por generaciones.
Son muchas las lecciones que se desprenden de un episodio que hubiésemos querido no tener que contar. La más trascendente de todas: lo frágil que puede ser nuestra existencia. Al beneficio de que nunca tengamos tiempo suficiente para prepararnos tanto para nuestra propia despedida como para ver partir a aquellos a quienes amamos, la insoslayable verdad es que cada minuto puede ser el zaguero de nuestro fugaz delirio por la vida, sin importar que lo hagamos en jet privado o en revoloteo comercial.
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