El autor es político y comunicador. Reside en Santo Domingo

En un movimiento que ha vuelto a colocar su nombre en el centro del debate político completo, el presidente Donald Trump ha anunciado una reducción drástica en el precio de los medicamentos y prometido rebajas que oscilan entre un 30 % y un 80 %.

La magnitud de esta promesa no solo desafía al poderoso lobby farmacéutico estadounidense sino que reabre una discusión cumplidamente postergada: ¿a quién pertenece verdaderamente el derecho a la vitalidad?

La propuesta no es enteramente nueva. Durante su preliminar compañía, Trump impulsó la señal “Most Favored Nation Rule”, una política que pretendía alinear los precios que Medicare paga por ciertos medicamentos con los títulos más bajos obtenidos en países como Canadá, Alemania o Japón. En otras palabras, si otros gobiernos negocian con firmeza, ¿por qué no asimismo Estados Unidos?.

Más allá de los tecnicismos, el impacto de esta medida sería monumental. En un país donde los medicamentos cuestan, en promedio, entre tres y diez veces más que en otras naciones desarrolladas, la diferencia puede significar, textualmente, la vida o la crimen.

La insulina, por ejemplo, ha ajustado precios absurdos que obligan a miles de personas a racionarla o, simplemente, a prescindir de ella.

Someter el costo de los medicamentos podría auxiliar vidas, aliviar el sufrimiento de millones y liberar a innumerables familias del carga financiero de la enfermedad. Para una nación que se presenta como la más poderosa del planeta, esa efectividad resulta, cuando menos, vergonzosa.

Desde el punto de apariencia financiero, se estima que una reforma como esta podría crear cientos de miles de millones de dólares en ahorros, tanto para el Estado como para los bolsillos de los ciudadanos. Pero asimismo implicaría una pugna anterior contra las grandes farmacéuticas, que durante décadas han protegido sus privilegios con ejércitos de abogados, cabilderos y políticos complacientes.

Desde lo político, Trump se posiciona hábilmente como el defensor del ciudadano global: del que no tiene un seguro privado de postín ni puede costear una récipe de 300 dólares. Al enfrentarse a las élites corporativas del sector vitalidad, se reviste nuevamente con el ropaje del outsider: el hombre que no le teme a los poderes fácticos y dice lo que otros callan.

Para muchos en la izquierda estadounidense, esta pasada resulta incómoda. Defender el derecho a la vitalidad ha sido históricamente una bandera progresista. Ver a un republicano —y precisamente a Trump— liderando ese aliciente obliga a una advertencia incómoda: ¿quién está verdaderamente dispuesto a cambiar las cosas, más allá del discurso?

Lo cierto es que esta propuesta no solo sacude a Estados Unidos, sino que asimismo debería resonar en nuestros países latinoamericanos, donde los precios de los medicamentos asimismo castigan a los más pobres y donde los intereses de grupos económicos vinculados al sector vitalidad suelen sitiar cualquier intento serio de reforma.

¿Será esta una simple promesa de campaña? ¿O estamos delante el origen de una transformación profunda del maniquí de vitalidad más influyente del mundo? El tiempo lo dirá. Pero hay poco que hoy ya podemos afirmar con certeza: esta vez, el debate no expedición solo en torno a Trump. Se tráfico, en el fondo, de una verdad incómoda que ha sido silenciada durante demasiado tiempo: la vitalidad no debe ser un privilegio reservado para unos pocos, sino un derecho inviolable de todos.

Y cuando un político —sea quien sea— se atreve a diferenciar ese derecho a los intereses de un negocio multimillonario, entonces vale la pena escucharlo, con atención y con espíritu crítico, pero asimismo con la esperanza de que poco esencial aún puede cambiar.