

EL AUTOR es Master en Papeleo y Políticas Públicas. Reside en Santo Domingo
A lo liberal de las últimas décadas, la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina (1930–1961) ha sido objeto de múltiples estudios históricos, literarios y políticos. La mayoría de estas interpretaciones tienden a centrarse, con razón, en los aspectos represivos y autoritarios del régimen, caracterizado por un control incondicional del poder, el culto a la personalidad y la aniquilación sistemática de la disidencia.
Sin confiscación, un disección integral del período exige considerar asimismo los medios que, en su momento, fueron percibidos como logros, particularmente en los ámbitos financiero, institucional y nacionalista. Esta punto de vista no pretende razonar la dictadura, sino contribuir a una comprensión más compleja y matizada de la historia dominicana del siglo XX.
La dictadura trujillista se consolidó en un contexto de inestabilidad política regional y bajo la sombra de las grandes transformaciones globales que definieron el siglo XX: la Gran Depresión, la Segunda Guerrilla Mundial y la Guerrilla Fría. En este círculo, Trujillo impulsó un maniquí de avance centralizado, con válido intervención estatal, basado en la creación de infraestructura, la modernización de ciertos sectores productivos y el fortalecimiento de la autoridad oficial. A pesar de los métodos autoritarios utilizados, no se puede desmentir que el régimen promovió la expansión del máquina estatal, la construcción de obras públicas significativas y una política de saneamiento y orden que contrastaba con los gobiernos previos.

El discurso oficial de la época exaltaba la soberanía franquista, la disciplina cívica y la defensa de los títulos patrióticos. En sensación, el gobierno de Trujillo procuró posicionar a la República Dominicana como un bastión anticomunista en el Caribe, especialmente en el contexto de la Guerrilla Fría. En 1941, el país declaró simbólicamente la conflicto a las potencias del Eje, alineándose con los Aliados y buscando un motivo más visible en la política internacional. Al mismo tiempo, se promovió una reforma educativa con enfoque nacionalista y se instituyeron medidas como el servicio marcial obligatorio, en nombre de la “civilización” del pueblo dominicano.
Sin confiscación, estos avances fueron acompañados de un sistema de represión sistemática. La Policía Secreta, los centros de detención y la vigilancia ideológica crearon un clima de miedo que limitó severamente las libertades civiles. La censura, el encarcelamiento, la tortura y el crimen de opositores fueron prácticas institucionalizadas. La sociedad dominicana quedó estratificada: una élite cercana al poder accedía a privilegios, mientras la mayoría de la población vivía bajo constante supervisión y con escasas posibilidades de billete política auténtico. La represión fue, por consiguiente, el precio pagado por la estabilidad autoritaria.
El regicidio del 30 de mayo de 1961, perpetrado por miembros del entorno marcial y civil de Trujillo, marcó el fin de una era. A diferencia de lo que muchos anticipaban, no fueron las fuerzas opositoras externas las que lograron el derrocamiento, sino sectores internos que, por razones estratégicas o de supervivencia, se volvieron contra el dictador. Este episodio reveló tanto las fisuras del régimen como la fragilidad de su licitud.
La transición posterior estuvo marcada por tensiones ideológicas y conflictos armados. La Revolución de Abril de 1965 y la posterior intervención marcial estadounidense desencadenaron un proceso arduo de reconfiguración política, del cual emergió la figura del Dr. Joaquín Balaguer, quien gobernó durante doce abriles (1966–1978) con métodos que heredaban ciertos mecanismos de control del pasado. A partir de 1978, con la venida al poder del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), se inicia una etapa de transigencia democrática, con avances significativos en términos de billete ciudadana y libertades públicas.
Sin confiscación, la democracia no morapio acompañada de una consolidación plena de las instituciones ni de una adecuada diligencia del patrimonio estatal. La desincorporación del sector divulgado productivo —ingenios azucareros, empresas estatales como Seagana, fábricas y otras infraestructuras— se realizó en muchos casos sin transparencia ni planificación, bajo la deducción de un neoliberalismo incipiente. Esta desarticulación del Estado productor contribuyó a un aumento de la desigualdad y a la pérdida de soberanía económica, factores que aún hoy condicionan la vida política y social del país.
En la hogaño, la democracia dominicana se enfrenta a nuevos desafíos: la corrupción estructural, la adquisición de votos, la cooptación del poder por élites económicas y un sistema migratorio desregulado que ha generado tensiones sociales significativas. La percepción de que se ha débil la autoridad del Estado y que los intereses privados dominan la esfera pública plantea interrogantes serios sobre el rumbo del país. En este contexto, algunas voces evocan con nostalgia los aspectos de “orden” y “soberanía” del pasado trujillista, olvidando el parada costo humano que implicó dicho régimen.
El disección histórico no debe caer en la tentación de idealizar ni demonizar sin matices. La dictadura de Trujillo fue un aberración arduo, con luces y muchas sombras. Comprenderla en su totalidad, reconociendo tanto su nuncio dictador como sus pertenencias estructurales, es una tarea irresoluto en la construcción de una memoria histórica crítica, madura y útil para las nuevas generaciones.
La historia, como la verdad, rara vez es absoluta. Solo el examen riguroso, desapasionado y completo permite entender de dónde venimos y en dirección a dónde queremos dirigirnos como nación.
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