“Sirenas” cuestiona las narrativas tradicionales del éxito, del acto sexual y de la tribu

En tiempos en que el entretenimiento se alimenta del escándalo, el sarcasmo o la moralización explícita, “Sirenas” (“Sirens”) logra destacar como una miniserie incómoda, elegante y profundamente crítica.

En tan pronto como cinco episodios, esta comedia negra —creada por Molly Smith Metzler y estrenada en mayo de 2025 en Netflix— disecciona el tejido invisible que une a mujeres de mundos opuestos, expone los mecanismos sutiles del poder y revela cómo la opulencia puede ser tan opresiva como el anhelo.

No hay monstruos en Sirens. Pero sí hay poco más inquietante: un sistema tan perfectamente maquillado que sus víctimas sonríen mientras se hunden.

La isla de Port Haven, donde se desarrolla la historia, es un refugio de élites, un paraíso costero donde el bienestar y la filantropía funcionan como máscaras.

Allí, una zagal se convierte en asistente personal de una figura influyente, y su hermana llega para “rescatarla”. Pero, como todo en esta serie, nadie es lo que parece.

El trío que sostiene el drama: Michaela, Simone y Devon

Julianne Moore interpreta a Michaela Kell, una socialité rica, carismática y controladora que lidera fundaciones para la defensa de los animales mientras mantiene limpio su mundo de privilegios.

Moore, en una de sus interpretaciones más contenidas y sofisticadas, construye un personaje que nunca grita, pero cuya presencia domina cada imagen.

Michaela no necesita fundar la voz para practicar poder: lo hace a través de la delito, la esplendidez estratégica y una novelística donde siempre es la víctima heroica.

Su asistente es Simone DeWitt (Milly Alcock), una zagal que se ha alejado de su tribu para sobrevivir, encontrar estabilidad y reescribir su identidad.

Simone no es ingenua, pero sí delicado. Ha enfrentado en Michaela una principio sustituta, una mentora, una salvadora. Devon (Meghann Fahy), su hermana anciano, aparece como la voz de la razón, la figura protectora que llega a la isla convencida de que poco anda mal.

La tensión entre las tres es el corazón de la serie. Simone está atrapada entre la franqueza emocional cerca de Michaela y el vínculo biológico con Devon.

Michaela ve a Devon como una amenaza a su orden. Y Devon, a su vez, debe enemistar sus propios fantasmas para intentar auxiliar a una hermana que quizá no desea ser salvada.

Sátira social disfrazada de comedia negra

Sirens no recurre a la denuncia directa ni a los giros espectaculares. Su inteligencia radica en la doble sentido.

El boato no es retratado como poco chocante o desatinado, sino como un entorno donde lo recatado se diluye.

Hay cenas exquisitas, casas impecables, discursos motivadores y arte por todas partes.

Igualmente hay silencios que duelen, gestos que manipulan y heridas que no cicatrizan.

La serie propone una lección feminista nadie complaciente. Michaela se presenta como una defensora de las mujeres, pero su forma de ayuda es paternalista y dependiente.

Simone está empoderada, pero ese poder le ha sido otorgado bajo condiciones.

Devon intenta ser la heroína, pero sus métodos rayan en la violencia emocional.

Sirens cuestiona la sororidad impuesta, el empoderamiento de marca y la filantropía que perpetúa desigualdades.

Uno de los aciertos del bandera es que no juzga a sus personajes, sino que los expone. Michaela no es una villana clásica, y Simone no es una víctima pasiva. Cada una toma decisiones que tienen sentido en su universo, y el espectador es invitado a navegar entre capas de doble sentido.

Kevin Bacon y el peso del patronímico

Aunque gran parte del foco narrativo recae en las tres mujeres protagonistas, Sirens además reserva un espacio significativo para Peter Kell, interpretado con intensidad contenida por Kevin Bacon.

Peter es el marido de Michaela, heredero de una fortuna y, en muchos sentidos, el símbolo de una masculinidad silenciosamente corrosiva.

No impone, pero está presente. No ataca, pero manipula. No grita, pero observa con superioridad.

Bacon no intenta robarse la serie —sería inalcanzable frente a Moore, Fahy y Alcock—, pero su personaje funciona como una constante recordatoria del sistema que permite que mujeres como Michaela existan.

Ella puede parecer exento, pero todo su poder es subsidiado por una red masculina invisible que solo interviene cuando poco amenaza la estructura.

Una puesta en imagen que susurra en emplazamiento de patalear

Visualmente, Sirens es impecable.

Cada ajuste, cada espacio atavío, cada paleta de colores construye un mundo donde todo parece en su emplazamiento, incluso cuando todo se está desmoronando.

El uso del silencio es trascendental. La serie confía en los gestos, en las pausas, en las miradas. No necesita explicarlo todo porque lo sugiere con precisión quirúrgica.

La música refuerza esta entorno. No hay estridencias ni temas memorables, pero sí un seguimiento sutil que amplifica el malestar. Sirens no examen impactar, sino incomodar lentamente. Es un drama que se instala como una sospecha.

Sin entrar en spoilers directos, el obturación de la miniserie es coherente con su tono. No hay conciencia, no hay redención clara, no hay enseñanza recatado.

Lo que queda es la conciencia de que a veces los vínculos más peligrosos son los que se presentan como protectores. Que no todo lo que brilla es salvación.

El final deja espacio para la advertencia: ¿Quién manipula a quién? ¿Cuánto daño puede hacerse desde el acto sexual? ¿Es posible huir de un entorno tóxico si, por primera vez, te ha hecho apreciar importante?

Sirens es, en definitiva, una historia que logra lo que pocas series contemporáneas se atreven a hacer: retratar la complejidad de lo mujeril sin idealización, sin condena, sin superficialidad. Su retrato del poder, la dependencia emocional y el trauma contenido resuena más allá de su entorno de boato.

No es una serie comprensible. Requiere atención, empatía y disposición a transitar la incomodidad. Pero su retribución es inmensa: una historia profundamente humana que cuestiona las narrativas tradicionales del éxito, del acto sexual, de la ayuda y de la tribu.

En un mercado saturado de productos que buscan complacer a toda costa, Sirens envite por incomodar con elegancia. Y ese canto —agridulce, ambiguo, dolorosamente hermoso— es, quizás, el que más necesitamos escuchar.


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