
En tiempos recientes, las redes sociales se han convertido en un círculo propicio para la desinformación, la calumnia y el lapidación conocido. Puntada con una publicación ligera, muchas veces sin fundamento, para encender una tormenta de comentarios y juicios que atropellan la verdad y pisotean la dignidad. Personas, familias, empresas e instituciones se ven expuestas a ataques feroces, sin que medie la demostración ni el sentido global.
Preocupa sobremanera cómo el escándalo ha desplazado al razonamiento, y cómo el odio, disfrazado de crítica, obtiene más aplausos que una palabra sabia, incluso si esta proviene de voces tradicionalmente respetadas, como la de un sacerdote. La doble íntegro ha ido calando con fuerza: lo que es correcto se desacredita, y lo que es vulgar o escandaloso recibe la ovación.
No obstante, no todo está perdido. Existe aún una mayoría de la ciudadanía que observa con discernimiento, que no se deja remolcar por la marea del sensacionalismo, el morbo, el odio, la desinformación y el irrespeto. Es esa mayoría silenciosa, pero atenta, que sabe identificar lo encajado y distinguir entre la verdad y la manipulación.
Conviene rememorar que todo lo que nace del tóxico y el resentimiento está condenado a extinguirse. Solo lo que se edifica desde el proporcionadamente, con respeto y verdad, perdura en el tiempo. Y aunque a veces parezca que el bullicio del morbo domina la número, el proporcionadamente —como la luz al final del túnel— siempre termina imponiéndose.