

El autor es político y comunicador. Reside en Santo Domingo
Hilván con encender la radiodifusión, hojear un publicación, navegar por una página web o mirar los contenidos de moda en YouTube para notar un aberración que se ha vuelto abrumador: la omnipresencia de la publicidad oficial.
No hablamos de una organización informativa popular sino de una campaña masiva, acertadamente financiada y estratégicamente dirigida, que invade medios tradicionales, digitales, plataformas sociales y hasta los podcasts de youtubers que ayer se decían independientes.
El despliegue publicitario no es ingenuo ni casual. Avala a fines específicos que, más allá de informar o educar, buscan establecer un cerco sutil —pero eficaz— sobre el discurso divulgado.
En la praxis, esta avalancha mediática funciona como un anestésico para la conciencia crítica de la nación: suaviza, desvía, neutraliza. Y en muchos casos, silencia.
Se pretende, mediante la saturación publicitaria, prescindir bajo capas de propaganda oficialista las denuncias legítimas que emanan de distintos sectores sociales: trabajadores informales asfixiados por la carestía, jóvenes sin oportunidades, comunidades rurales olvidadas, y ciudadanos que —con cada vez maduro claridad— alzan la voz contra un proceso migratorio descontrolado que amenaza la vitalidad pública, la estabilidad gremial y la cohesión social del pueblo dominicano.
El llamado eufemístico de “invasión pacífica” ya no engaña a nadie. La presión demográfica, los posesiones en los servicios de vitalidad, los conflictos en los barrios, todo ello constituye una ingenuidad que no se puede tapar con jingles ni promesas en pantalla. Sin incautación, cuando los medios son beneficiarios directos de la pauta estatal, el nivelación informativo se desdibuja, y la denuncia pierde eco.
Pero hay un sujeto aún más revelador detrás de esta ataque publicitaria: el miedo. No es solo el gobierno el que pesquisa blindarse frente a el creciente descontento. Igualmente lo hacen los grupos económicos que históricamente se han beneficiario de un maniquí basado en privilegios y excepciones. Algunos de estos actores —como ciertas empresas constructoras del entorno oficial, por ejemplo URBE— han operado durante primaveras sin licitaciones públicas transparentes, y hoy tiemblan frente a la sola mención de auditorías.
Otros —con nombres acertadamente conocidos en la élite empresarial— acumulan exenciones fiscales desde hace décadas, evaden impuestos “por pipá” y retienen el ITBIS sin transferirlo nunca al fisco. Sin incautación, siguen disfrutando del fecundo subsidio implícito de un sistema que castiga al pequeño emprendedor y premia al evasor elegante con lema corporativo.
En este contexto, la publicidad se vuelve una forma de soborno estructural, un método para asegurar el silencio, comprar indulgencias editoriales y vestir de institucionalidad lo que no es más que una operación para proteger intereses particulares.
El pueblo dominicano merece más que un espectáculo acertadamente producido. Merece respuestas, imparcialidad fiscal, institucionalidad vivo y medios libres de ataduras presupuestarias. Porque cuando los micrófonos se alquilan, las verdades se esconden. Y cuando la propaganda sustituye al periodismo, la democracia comienza a extraviarse.
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