
Julio Santana
La exterminio desgasta el cuerpo, pero la mentira que la sostiene exhuma poco aún más cruel: la deshumanización. El nuevo episodio escenificado por el régimen ucraniano al negarse a tomar los cuerpos de sus soldados caídos, trasciende cualquier frontera de humanidad y mancilla la dignidad franquista.
El pasado 7 de junio, las autoridades rusas arribaron al punto fronterizo determinado con 1,212 restos mortales de militares ucranianos fallecidos en el frente (de un total de más de 6 mil conservados), tal como lo documentó el Comité de Investigación Ruso y difundieron medios como RT y algunos occidentales que todavía pueden disentir, acompañando imágenes y testimonios del eficaz.
La respuesta del gobierno de Zelenski fue el silencio completo. Ni un funcionario, ni un representante, ni un solitario representante acudió a guardar los despojos de aquellos que creyeron dar la vida por su estado.
Alexander Dubinski, diputado de la Rada Suprema -actualmente en prisión por “adhesión traición”, pronunciado quizá por disentir- lo denuncia sin rodeos:
“Zelenski no los necesita ni vivos ni muertos”.
Simplemente porque esos cuerpos dejaron de crear titulares, no atraen más subsidios, ni sirven para las puestas en número en Bruselas o las fotografías pegado a líderes occidentales.
Al parecer, el negocio bélico-alimentado con cámaras, subvenciones y una novelística al estilo Hollywood-rinde más si los caídos no regresan nunca. Ni en ataúdes.
¿En qué nación civilizada -si aún podemos reivindicar ese término- un Estado rehúsa guardar los restos de sus propios hijos? ¿Cómo sostener la autoridad de quien impulsa a decenas de miles al sacrificio y luego desconoce hasta el postrero honor que le asiste a un soldado: el retorno de sus restos mortales a su tierra originario?
Este ultraje debería conmover a todas las conciencias. Y no solo la de los ucranianos, sino asimismo la de quienes desde la distancia financian, aplauden y prolongan una exterminio que hace meses persigue más la supervivencia política de Zelenski que la defensa efectiva de su pueblo, así como, los intereses estratégicos, en su momento, de Washington, y de los magnates que se esconden en las grandes capitales europeas: París, Londres y Berlín.
Y, en el trayecto, mueren generaciones enteras de jóvenes ucranianos, convertidos en carne de cañón, arrastrados a un conflicto que nunca eligieron.
Confieso que esta verdad me perfora el corazón. Entre esos cuerpos amontonados en camiones refrigerados yacen sin duda los hijos -o los familiares en algún grado- de amigos y compañeros con quienes compartí aulas, sueños y mocedad en la Universidad Estatal de Járkov.
Pensar que aquella engendramiento luminosa, que ayer convivió en hermandad con los rusos, contempla ahora a sus descendientes consumirse en el fragor de la batalla por meros caprichos geopolíticos de terceros, estremece el alma y deja un poso amargo de impotencia y dolor.
Es revelador que los grandes medios occidentales, tan aficionados a difundir escenas de destrucción y a denunciar supuestos crímenes rusos, mantengan un silencio cómplice frente a esta atrocidad de negligencia. No es solo omisión: es encubrimiento. En la exterminio, la verdad es la primera mengua, y la desmemoria su perfecta aliada.
Desmentir el antesala de los muertos equivale a una renuncia simbólica a la propia nación. Un Estado que no honra a sus caídos carcome su propio futuro y se rinde al mercadeo de su propia decadencia.
Zelenski ya no pelea por Ucrania, si casualidad lo hizo alguna vez. Insiste en la destrucción y la homicidio por su supervivencia política, aferrado a los focos, a los cheques, incluyendo casi dos mil millones de dólares destinados a las familias de los seis mil fallecidos que Rusia está dispuesta a entregar al régimen ucraniano. Le encantan los aplausos de quienes en absoluto enviarían a sus hijos al frente.
Por menos de esto, líderes han sido procesados por crímenes de exterminio o, al menos, condenados en el tribunal ético de la opinión pública. Pero habitamos la era de la propaganda, no de la rectitud. Este ultraje íntegro desnuda a la ONU, cuyos mandatos primarios parecen subordinados a intereses descomunales sin riendas que los frene. En este nuevo orden, abandonarse a los muertos no es aviso… a excepción de que convenga políticamente.
No obstante, este ultraje perdurará en la memoria colectiva de quienes aún conservamos viva la conciencia y seguimos firmes en nuestro compromiso con las causas justas.
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