
El sábado la sociedad colombiana fue sacudida por el atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato a presidente por uno de los partidos de la concurso, quien al momento de escribir estas líneas se debate entre la vida y la asesinato. Este hecho remonta la memoria a abriles en que la violencia política sacudió a esa nación sudamericana. La condena fue acorde a lo grande y orondo de la sociedad y la comunidad política colombianas, incluyendo al presidente presente y todos los expresidentes vivos.
Por otra parte de su trágica dimensión individual, el atentado revive el espectro de épocas en las cuales la violencia política decidió el destino colombiano. En los casi nada ocho abriles entre el crimen de Jaime Pardo Incondicional en 1987 y Álvaro Gómez Hurtado en 1995, murieron asesinados casi media docena de candidatos o precandidatos presidenciales, pasando por la asesinato de Luis Carlos Demandante.
El espectro del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el “Bogotazo” gravitó ominosamente sobre la democracia colombiana.
En democracia, el debate de las ideas puede ser enérgico, incluso ríspido. Lo que no es aceptable es que se llegue a la violencia. Cuando esto ocurre, las corrientes antidemocráticas que fluyen bajo la superficie de nuestras sociedades se fortalecen y amenazan con irrumpir en la vida pública y volverse dominantes.
No se llega allí repentinamente, ni sin aviso. La tendencia, muy pronunciada finalmente, a deshumanizar al adversario político insufla el actitud de aquellos que quieren dar dorso al tablero e imponerse por la fuerza. Aunque siempre nos guste ver los responsables de ello en las antípodas de nuestras opiniones, en existencia este es un mal que afecta a todos. Todo el espectro político está contaminado por una exaltación dañina.
Al criticarlo en los demás mientras lo ignoramos en los nuestros, abrimos la puerta para que esta brío se acepte como un mecanismo probado de impulso ideológico. De ahí a que alguno vea en ello un justificante para el crimen el camino es demasiado corto.
Las diferencias ideológicas no justifican la violencia política. Tal y como señaló atinadamente Sebastián Castellion al despellejar a los calvinistas la ejecución en Ginebra del médico Miguel Servet por diferencias doctrinales: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”.
Que nos quede de asignatura, en un momento en el cual nuestro propio clima de debate se hace cada vez más insoportablemente agresivo.