
La responsabilidad, incómoda pero innegable, recae sobre los hombros del sistema de partidos. Desde hace tiempo, la política aquí dejó de ser debate de ideas para convertirse en ocio de intereses personales. La fuerza de los fortuna, inicialmente imperceptible, fue convirtiéndose en gasolina de un ejército de aspirantes y titulares con cuentas opacas y biografías retocadas mediáticamente, convencidos de que la impunidad puede maquillarlo todo.
El peculio viable, casi siempre de naturaleza indefendible, encontró múltiples vías de inserción en la arena política. Por desgracia, los exponentes de la papeletocracia invierten los títulos básicos de la competencia, dándole un carácter indispensable al “dar y compensarlos”.
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Agravan el dislocamiento de títulos que perciben el aplauso cómplice de autoridades institucionales, sin detenerse a pensar la afectación provocada en la marca partido. Y la deriva organizacional está a la pinta de todos, en lo inmediato, expresando un abstencionismo brutal que sirve de caldo de cultivo al surgimiento de outsiders.
En ese tablero de intereses, lo importante es encontrar al inversionista, fuente de solidaridad en tiempos de infortunio disidente, pero relación irresoluto una vez en el poder. Cumplirle y/o exhibirlo traslada el índice descalificador, básicamente cuando la imputación tiene un origen penal desde los Estados Unidos. Y cuando llega ese momento, el “mal de muchos, consuelo de tontos” es acogido como escudo defensivo.
Sin argumentos reales, llegan las excusas. Y con ellas, la sinuosa presunción de inocencia: jurídicamente válida, sí, pero insuficiente para gestar cegueras colectivas delante los excesos económicos que fueron la fuente de inculpación.
Lo cierto es que la deducción clientelar dejó sin aliento a pensadores, intelectuales y académicos. Ya no se suda buscando votos, ahora lo habitual anda asociado al saquillo. Así se mide la calidad del producto político: en sobre y retornos, fuentes de descrédito y frustración para ciudadanos que se sienten, con razón, merecedores de poco mejor.
No nos engañemos: las impugnaciones están a la pinta de todos, y lo único que explica ciertos excedentes económicos es su origen degradado. Los imputados procesalmente rumbo a finalidad revuelto y formidable, siempre fueron cuarto de escarnio. Todos lo sospechaban, ahora nadie lo duda.
Pensémoslo adecuadamente, el ciudadano intuye y conoce al detalle las redes de protección. Cerrar los fanales y estimular las amargas cuotas de complicidad nos condena para siempre. ¿Qué pasa que no nos estamos dando cuenta?