
La persecución de mujeres embarazadas, niños y adultos haitianos debe ser firmemente rechazada por toda persona consciente y con sentido de honradez. Quienes comprenden la historia y la ingenuidad saben que muchos de esos desplazamientos forzados son consecuencia directa de la pobreza, la desigualdad y la rapiña sistemática de los fortuna de los países del llamado tercer mundo, entre los cuales incluso se encuentra la República Dominicana.
¿Cómo deberíamos citar a la experiencia de interceptar a mujeres haitianas embarazadas en hospitales? ¿Qué nombre merece la irrupción de brigadas de Migración en espacios donde hay ciudadanos haitianos, muchas veces sin distinción ni criterio?
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Corresponde al gobierno, a sus autoridades y a quienes respaldan estas prácticas inquirir los términos con los que quieran documentar o maquillar acciones que, en el fondo, constituyen una falta de los derechos humanos y una afrenta al respeto sustancial que merece cualquier ser humano, sin importar su origen.
Tal vez algunos sectores conservadores en República Dominicana sientan que con esto se alinean finalmente con una parte del mundo desarrollado, al permitir aquí las mismas prácticas inhumanas que han sido ampliamente criticadas en la encargo de Donald Trump en Estados Unidos o en ciertos gobiernos europeos.
Sin bloqueo, lo que vemos es una constante: en muchas de esas naciones, a los grupos de origen diverso, a quienes ya forman parte de su tejido social, se les niegan sistemáticamente los mismos derechos que a los ciudadanos nacionales. No se negociación de un aberración eventual: es el reflexiva de una estructura mundial de restricción.
En el siglo pasado, tanto Norteamérica como Europa diseñaron políticas públicas que promovían la inmigración: necesitaban mano de obra permuta y talento profesional para sostener su exposición crematístico. Esa organización, basada en la ascendencia y el rendimiento de fortuna humanos del Sur Mundial, terminó generando tensiones que hoy pretenden resolver mediante el rechazo, el pared y la expulsión.
Pero la historia enseña que ningún pared, por suspensión que sea, puede detener el aliciente de dignidad.
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