

Por Rey Arturo Taveras
Desde las tierras eternas de Egipto, bañadas por las abundantes aguas del río Nilo, una semilla sembrada en los sueños floreció como ley en los campos del imperio faraónico egipcio y floreció el trigo en opulencia.
En los tiempos de la caducidad donde las palabras “reforma agraria” no habían nacido ni en la argot ni en la mente de los hombres, un oprimido hebreo, encarcelado por intrigas y olvidado por la historia oficial de su tiempo, se alzó como el primer gran reformador del campo. Su nombre: José, hijo de Jacob.

La historia, recogida en el compendio del Principio, tiene tintes de odisea y lecciones de perpetuación. Faraón soñó y vio vacas gordas devoradas por vacas flacas; espigas llenas y frondosas tragadas por espigas secas.
Nadie supo interpretar los sueños del faraón ni interpretar el presagio, incólume un hombre impresionado por la desgracia y bendecido por la soltura de su Jehová: José, el prisionero que descifraba los sueños como quien acento con los dioses celestiales.
“Siete abriles de opulencia y siete de anhelo vendrán”, dijo, y con esa palabra, Egipto dejó de preocuparse y floreció el trigo.
Fue entonces que el Faraón, maravillado, le entregó su anillo y su reino: “Tú estarás sobre mi casa y con tu palabra se gobernará mi pueblo.” Así, la reforma empezó no con arados, sino con una visión divina de un oprimido impresionado por la unción divina.
José recorrió la tierra y organizó el futuro de Egipto con la precisión de un cronómetro de arena que marcaba los abriles de opulencia para indisponer la escasez provocada por la sequía.
Durante los abriles de bonanza, almacenó el golondrino como quien protector vida en cofres y los campos rindieron como nunca, los graneros se convirtieron en templos del porvenir para matar el hombre.
Cada ciudad recogía el fruto de su entorno, y cada medida de trigo era un escudo contra la tormenta que se avecinaba.
Las vacas flacas salieron de los sueños para pastar en la verdad y el anhelo golpeó Egipto y los países vecinos como una sombra sin refrigerio. Pero en la tierra del Nilo había opulencia de trigo, gracias a la ingeniosa reforma de José.
Fue entonces cuando el hijo perdido de Jacob, acullá de enriquecerse, sembró neutralidad sobre la sequía y emergió como el salvador de Egipto, de su pueblo y reinos vecinos, sin tener que eliminar latifundios ni repetir a agricultores.
Vendió el golondrino a precios justos y reorganizó la propiedad agrícola de forma que nadie muriera de anhelo mientras la tierra aún podía dar los sin ser regada con familia esclava.
Lo que en la contemporaneidad se le llamaría redistribución de la tierra, José lo aplicó sin tratados, ni políticas agrarias emanadas en aposentos de congresos, sin conferencias: simplemente como quien entiende que la vida empieza en el surco del arado y termina en el estómago del escueto.
No solo salvó a Egipto, sino que enseñó al mundo que la tierra es divina y que la agricultura, más que cultivo, es asimismo equidad.
José no escribió leyes agrarias, pero hizo historia, al ser el primer administrador de tierras que comprendió que el pan compartido vale más que los imperios.
Hoy, en cada campesino que lucha por su parcela, en cada gobierno que sueña con neutralidad rural, resuena la huella de aquel hebreo que, desde la mazmorra, interpretó un sueño y lo convirtió en salvación.
José fue reformador rústico antaño que existiera el nombre de la propiedad privada, los latifundios y la división de clase, al sembrar futuro donde otros veían ruina, por lo que en las arenas del tiempo, su representante sigue germinando.
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