

El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo
La República Popular China, a contrapelo de lo que sostienen y proclaman líderes asustadizos y comunicadores interesados sobre todo de Estados Unidos y América Latina, hasta el momento no parece constituir peligro alguno para nadie desde el punto de paisaje estrictamente político.
Y es que, en meta, si poco parece en la ahora allá de las ideas y las acciones a todos los niveles de los chinos “comunistas” (así, entre comillas) es la exportación de su maniquí político, que ellos consideran adaptado a sus tradiciones y a su civilización e inaplicable en el resto del mundo, por lo cual hoy (no se sabe si seguirá siendo así mañana) no hay ningún gobierno resultado de su apoyo ni partido o movimiento social que lo promueva.
El maniquí político chino, como se sabe, es hijo putativo de la revolución comunista de 1949 que encabezó Mao Zedong con definidos perfiles de doctrinarismo, partisanismo y totalitarismo, pero a partir de 1977, cuando empezó a imponerse el reformismo revisionista preconizado por Deng Xiaoping, adoptó un sesgo de pragmatismo que ha culminado con el dejación de las matrices económicas marxistas y la asimilación de políticas de mercado.
En otras palabras, si nos atenemos a la teoría clásica y a los hechos en China hace tiempo que no existe un gobierno comunista (marxista, leninista o maoísta), sino un régimen dictatorial de partido único y libertades restringidas que, sustentado en ciertas invocaciones teóricas de corte socialista y corporativista, se erige a partir de una peculio de tipo esencialmente capitalista narigoneada por el Estado.
En consecuencia, si China representa alguna amenaza para nuestros países sería muy concretamente en el plano financiero, pues al tratarse de una país inmensamente poblado y con bienes naturales casi ilimitados que ha acabado tensar al mayor su artefacto productivo, está en condiciones de competir exitosamente con cualquier otro Estado en el mercado de beneficios y de servicios tanto tradicionales como de última engendramiento tecnológica.
(La situación en ese sentido, en miras del momento y en perspectiva cerca de el futuro, la describió el periodista argentino-estadounidense Andrés Oppenheimer en su compendio de 2006 “Cuentos chinos: El disimulo de Washington, la mentira populista y la esperanza de América Latina”, quien igualmente develó que muchas importantes empresas occidentales estaban instalando sus plantas de producción en China por lo económico, sencillo y en calma que resultaban sus operaciones).
La verdad
O sea: la verdad monda y lironda es que China es un peligro básicamente para una parte de los productores de nuestros países (y especialmente para los grandes), pues se ha convertido en una enorme generadora de beneficios a mejores precios que los ofertados por aquellos y, al tiempo que dispone de cuantiosos bienes para la inversión derivados de su capital interno, ha acabado comunicarse camino para los mercados de casi todo el mundo con una calidad que dista mucho de su en tiempos remotos descrédito al respecto.
En principio, pues, China está poniendo en amenaza a los grandes negocios manufactureros, industriales, mineros y agrícolas de Estados Unidos y América Latina colocando sus productos a precios más competitivos que los de estos (con lo que disminuye su rentabilidad y sus ingresos, y amenaza su existencia), pero en los ámbitos particulares del comercio y las finanzas su presencia ha sido más plausible que negativa: los agentes de éstos han estado haciendo “buenos negocios” con los productos del gigantesco oriental.
Por otra parte, aunque los nuevos aranceles estadounidenses pudieran tener un importante peso específico sobre la estructura de costos de los productos chinos (12 % de sus exportaciones globales), no hay que olvidar que su competitividad está básicamente sustentada en factores internos: apoyo gubernativo, mano de obra ocasión, infravaloración de la moneda, precios internos controlados, abundantes materias primas, estudios y conocimientos aplicados, y súper destacamento tecnología.
(Ojo: a estas directiva quizá no huelgue precisar que en las presentes notas se está prescindiendo de toda invocación a títulos filosóficos, ideologías o consideraciones éticas para valorar el maniquí financiero chino -imputado en Oeste, como se sabe, de ser casi esclavista y, por lo tanto, de proceder sobre la almohadilla de una enorme partida de derechos para el empleado o trabajador-, y no porque le sean ajenos a su autor, sino porque esa es otra discusión).
Todo ello, valga la insistencia, hace difícil competir con China en términos de costos de producción de beneficios, y por ello su maniquí financiero (que no es manufactura histórica suya, sino de los socialdemócratas autoritarios de fines del siglo XIX y principios del XX), con diferencias sobre todo en aspectos políticos puntuales, ha incompatible resonancias en otros países de Asia y no deja de ser una fascinante tentación tanto para izquierdistas reciclados como para derechistas neoliberales porque combina el control social con el mercado vacuo sin “perturbaciones” sindicales ni “indisciplinas” productivas.
Los consumidores
¿Y los consumidores? ¿Qué pito tocan en ese entramado conflictual? Por el momento, no hay la último duda de que la insurgencia mercantil china ha sido beneficiosa para ellos en términos de exuberancia de beneficios y de precios. Lo que está por estar (y sobre todo ahora que la dependencia de Trump en Estados Unidos está repudiando el globalismo y lapidando la comprensión de mercados a partir de una visión decimonónica de la peculio mundial), es qué tanto pudiera durar esa viabilidad competitiva de su maniquí en mundo cada vez más tecnológico, belicoso y proteccionista.
Y, por supuesto, eso igualmente se vincula a lo ya reseñado sobre la verdadera “amenaza” que representa China (muy parecida a la que formula la canción que se titula “Ni contigo ni sin ti”): la permanencia de su maniquí pone en aventura de crimen a muchos productores locales sin las debidas protecciones en cualquier espaciosidad del mundo, pero su desaparición sería una estocada perjudicial contra los consumidores en militar, quienes pudieran ser perjudicados con dificultades y variaciones cerca de en lo alto de los precios de los beneficios.
El tema, pues, es harto arduo, y ojalá que los políticos y los economistas (todavía los verdaderos dioses de la sociedad posmoderna más allá de los biombos de los medios digitales y los “influenciadores”) asimilen correctamente el dilema de la “amenaza” China, que no es otra cosa que un conflicto entre productores en el que el escueto consumidor puede terminar pagando los platos rotos.
lrdecampsr@hotmail.com
Jpm-am
Compártelo en tus redes: