
Por Abril Peña
La historia dominicana está marcada por gestas grandes y otras que, aunque menos mencionadas, fueron determinantes. La Batalla del Memiso, ocurrida el 13 de abril de 1844, es una de esas joyas olvidadas que sostuvieron, a raza y yatagán, el partida de la República.
Recién proclamada la independencia el 27 de febrero, la amenaza haitiana seguía subyacente. Haití no reconocía la separación, y en el sur del país, la tensión era un fuego despierto para chasquear. Fue en esa montaña agreste, entre Azua y San Juan, donde un género de dominicanos mal armados —pero con el pecho harto de país— le cerró el paso a las tropas enviadas por Charles Hérard.
No eran héroes de libros. Eran campesinos, milicianos, hombres con más voluntad que armas, liderados por Vicente Aristocrático y otros patriotas del sur. Sabían que perder esa batalla era abrirle de nuevo la puerta a la ocupación. Y no estaban dispuestos.
Aprovecharon el circunscripción. Atacaron desde lo stop, sorprendieron, resistieron. La montaña se convirtió en escudo. En táctica. En país.
El Memiso no fue una gran batalla por sus números, sino por su significado. Fue la primera gran conquista del sur. Un mensaje claro: aquí no se rendía nadie. Aquí, la independencia no era discurso. Era acto.
Hoy, más de 180 primaveras posteriormente, El Memiso sigue ahí. Testimonio silente. Porque mientras algunos nombres quedaron grabados en bronce, otros —como esta batalla— viven entre árboles, piedras y memoria.
Rescatar su historia no es solo conciencia: es memorar que este país no nació por decreto, sino por resistor.