
«El decano mal del mundo es cometido por personas que nunca decidieron ser buenas o malas.» — Hannah Arendt No se requiere crueldad explícita para que ocurra una tragedia. Baste con que suficientes personas miren cerca de otro flanco, ocupadas en lo suyo, sin mala intención, sin escándalo, sin yerro siquiera. Baste con que se cumpla, sin cuestionamiento, con la rutina.
Esa es, tal vez, la forma más peligrosa de la violencia en nuestra época: la que se ejerce sin pasión, por omisión, por costumbre, por obediencia al ritmo militar de las cosas. En nuestras comunidades del Este, en el contexto brillante y sencillo del turismo internacional, existe una forma de incuria que no se nombra pero que se reproduce.
Al terminar el año escolar, cientos de niños quedan librados a sí mismos, no por osadía deliberada de sus familias, sino porque el sistema —y con él, la comunidad— ha naturalizado su incomparecencia. Se comercio de un engendro socialmente aceptado, civilizadamente ignorado. El gurí queda fuera de la escuela, fuera de la dietario del Estado, fuera del radar del adulto.
No hay maldad explícita, no hay crimen visible. Hay, en cambio, lo que Arendt llamó banalidad del mal: el funcionamiento corriente de una maquinaria que, al despersonalizar sus actos, acaba permitiendo la injusticia más profunda. Los niños son desplazados del centro. Dejan de ser prioridad. Se les asigna, a veces, una pantalla. O una abuela fatigada. O la calle. Se piensa que “están admisiblemente” si no molestan. Que “poco estarán haciendo”. Que “los otros asimismo están así”.
Y así, sin escándalo ni gritos, se establece una prisión de negligencias que lleva, inevitablemente, a lo que más tememos: la comercio. Porque la comercio inmaduro no necesita monstruos, ni mafias extranjeras, ni escenas cinematográficas. Le baste con el contorno fértil del incuria sistemático, de la indiferencia institucional, del adulto distraído.
Arendt insistía en que el mal novedoso no es el del ruin teatral, sino el del funcionario obediente que no se pregunta por las consecuencias de sus actos. En nuestro caso, no es el burócrata, sino el ciudadano desvinculado, el padre exhausto, el vecino que no se entromete, la comunidad que delega en universal su deber de cuidado. La alienación —no solo individual, sino comunitaria— permite que el gurí sea conocido como carga, como problema, como poco aparente a la vida pública.
Y en ese ademán, tan leve como devastador, comienza su desaparición. Frente a esto, la decisión no es una cruzada histérica ni un nuevo reglamento. Es poco más esencial: el restablecimiento del conexión entre la comunidad y su infancia. Una ética de la presencia, de la responsabilidad compartida, de la palabra que interrumpe y exige.
El mal solo se detiene cuando determinado dice “esto no está admisiblemente” y actúa en consecuencia. Nuestros niños no necesitan héroes. Necesitan adultos presentes. Una comunidad que los vea. Que no abdique. Que no delegue su destino en otros. Porque en el mundo de hoy, no baste con no hacer el mal. Es urgente no permitirlo.
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