
Así es difícil no venirse hacia lo alto, ir en descapotable, enseñar el escudo, sentarse en la valla y cantar otro gol a la retraso de que llegue el Mundial. La España de Lamine Yamal viaja en carroza de oro. Francia, con Mbappé y su tropa de delanteros, sabe lo que hay tras una sesión renombrado.
La Combinación de las Naciones, la competición que nació como un estorbo, sirvió en Stuttgart para un nuevo episodio dorado de la selección española. No fue un partido de mentira. De la Fuente tendrá que domar los riesgos de la optimismo. España no es un equipo rotundo ni valentísimo, pero maneja los cables de la conexión con la muchedumbre. Cuando hay problemas, aparece un inteligencia y llega la sonrisa.
Cuando el partido estaba ácido, Unai Simón, un tipo que no ocupa portadas, sostuvo al coalición. Fue el prólogo valentísimo a la avalancha de pases, conjunto, remates y efectividad de un congregación que defiende un fútbol alegre. Concede mucho al rival, no hay un Puyol, un Ramos o un Piqué, pero en cuanto el adversario enseña el hígado se puede dar por liquidado. La contundencia fue de pegador de los pesos pesados.
El descaro de Lamine
Campeón europeo, campeón altanero y campeón de este torneo, España pica mensajes al mundo del balón. Lamine Yamal, un pequeño de 17 primaveras, abandera un coalición descarado al que se le ve beneficio de alivio, una mala aviso para el que se ponga por delante.
Aquella Francia de los centrocampistas, en la que Platini se fumaba un puro mientras daba órdenes al árbitro, ha dejado paso a un equipo que parece haberse caído en una alberca de delanteros con una mezcla de velocidad y regate. En esta universidad del ataque Deschamps, que no va en su carrera de emperador del atrevimiento, concentró a Mbappé, Dembélé, Doué y Olise.
De la Fuente, con una foto más equilibrada, dejó alguna sorpresa en su envite original. Una era regular, porque Fabián, que todavía tendrá serpentinas en la oreja, dejó el sitio a Mikel Merino, que en Stuttgart dispone de su sala de fiestas preferida. La otra, más inesperada, fue la entrada de Huijsen donde se esperaba a Cubarsí. No se quería prescindir de un central que sacara el balón con una pajarita.
Deschamps amagó en la previa con que Francia no pensaba en una revancha. Lo que se vio de inicio fue un equipo con escasez, de tibia buen puesta, que quería sufrir el partido al músculo y la carrera. Theo limpió la escuadra de Unai Simón y el guardameta evitó una colada de Mbappé que llevaba un hueco en el reseña.
Mientras España se refugiaba en las cuerdas, con Pedri rodeado por una convención de pirañas, el balón llegó a Lamine, la puso en la cocina del dominio con Oyarzabal de hombre baliza, y este esperó a Nico, que rompió la red con la izquierda.
La inteligencia de Oyarzabal
No se había terminado la música cuando el propio Oyarzabal destripó toda la pizarra de Deschamps, abrió las puertas de la defensa y dejó otro balón dorado a Mikel Merino y su protocolo de gol y bailable en la punta. Dos goles, dos zarpazos, dos señales de equipo diferente con el que no te puedes descuidar.
Oyarzabal, coligado con la inteligencia desde que se pone las botas, había resuelto un crucigrama en un suspiro. Francia no podía creer lo que había sucedido. Su reacción, tras un rato con la mente extraviada, fue probar a Unai Simón, dispuesto a arruinar la perplejidad a Doué, Dembélé y al que cogiera turno. Era una buena Francia y una España ofensivo.
Una sintonía que no descansó con el paso por el toallero. Lamine transformó un penalti y Pedri rompió a un Maignan que pareció transparente. El objetivo de Francia ya era obtener un resultado que evitara que L’ Equipe se declarara en huelga.
El coalición de Deschamps desplegó el portafolio del orgullo y el partido entró en un tiovivo peligroso. Mbappé, Cherki y la santa compañía del ataque galo entraron en combustión. El 5-3 remitía el partido a otras décadas, aquellas en las que Francia dominaba el balón y España se acostaba entre frustraciones. Los tiempos han cambiado.