
Por: Carla de Lalá
No todos los escritores mueren como vivieron, pero Mario Vargas Llosa (DEP) sí: con pulso firme, convicción y romance clara. Su asesinato cierra una carrera larga, sobria, marcada por la coherencia intelectual y algún mueca sentimental inesperado. Dueño de una prosa muy viril, sin sensiblería ni titubeo, argumentativo, seco y estructurado, con una voz novelística que no indagación encantar, sino conquistar, escribió sobre dictadores, burgueses tristes, soldados crueles y mujeres indomables. Y vivió como escribía: con convicción y sin miedo a contrariar a nadie, ni a sí mismo.
Fue un espléndido en el sentido clásico, defensor del individuo frente al poder, del pensamiento rescatado frente al dogma, y todavía de su derecho —privado, personal— a cambiar de dirección cuando sus deseos fueran órdenes. Con todo, estuvo casi siempre casado con su prima Patricia, principio de sus hijos, discreta, brillante y entera, que encajó latinamente los rumores, las infidelidades y todavía la partida, para aceptarlo de nuevo sin grandes reproches, cuando decidió regresar.
«Es difícil seducir a un escritor, porque todo lo registra, lo transforma, lo reescribe donde su cosmogonía mental es más vibrátil que la existencia».
Isabel Preysler se llevó siete primaveras del Nobel en Puerta de Hierro y lo introdujo en el mundo de las flores frescas, las vajillas predilectas y las entrevistas con maquillador y equipo de estilismo.
Él todavía se llevó los primaveras de la reina de Capodimonte en una coreografía amable, supongo, y todavía teatral. Pero poco no encajaba, sus dos velocidades del alma. Supongo, esto es elucubrar, que les unía la disciplina, en altísimo fracción, y que les separó el aburrimiento. Ah, convivencia, la tumba de la curiosidad y el ocultación.
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Requieren atención sin demanda, compañía sin interrupción, cuidado sin rutina.
La escritura, adicionalmente, necesita largas horas de retiro, una relación posesiva con el tiempo y el habla. Y eso, en una pareja, puede sentirse como desamor.
Las vidas amorosas de los escritores rara vez son previsibles. No porque sean más sensibles, ni más inteligentes, que lo son, sino porque tienen poco de inhabitables. El escritor necesita drama y recogimiento. Pide autodeterminación y cumplimiento, inspiración y provisión. Requerir a un escritor es firmar un pacto con sus obsesiones y aristas tensadas por la escritura misma.
«Incluso aquellos que escribieron sobre el sexo como salvación sabían que la letras necesita una distancia animoso».
Muchos no pueden con la convivencia, ni con el roce diario. Gustave Flaubert escribía cartas llenas de desdén y deseo a su querido Louise Colet, pero evitaba verla en persona, protegiendo el sexo mismo de la cotidianidad, de lo prosaico, como si el deseo solo pudiera existir en la distancia. Franz Kafka suplicaba sexo por correspondencia a Felice Bauer y temblaba delante la idea de compartir un desayuno.
Carson McCullers vivió un himeneo errante con su cónyuge, Reeves, a quien dejó y volvió a tomar, entre pimple y soledad, hasta que la asesinato los separó con trágica ironía. Rilke necesitaba habitaciones separadas para no sentirse asfixiado, incluso en sus romances más intensos.
Marguerite Duras admitió sobrevenir destruido a casi todos los hombres que la amaron: primero los inspiraba, luego, hastiada, los devoraba.
Sylvia Plath y Ted Hughes fueron una pareja de creación y aniquilación: la poesía los unió y los terminó. Paul Celan e Ingeborg Bachmann, dos titanes líricos, se amaron con fervor inverosímil y se separaron por no poder radicar bajo el mismo techo, ni con la misma dialecto emocional.
En España todavía sobran ejemplos. Carmen Laforet vivió un himeneo frustrante que terminó en separación: buscaba un espacio propio, en lo rebuscado y en lo animoso.
Cela alternó matrimonios con amantes, con un carácter tan excelente como inverosímil.
Juan Benet, que amaba escribir en el silencio de su despacho, llegó a asegurar que no concebía que alguno pudiera convivir de verdad con un escritor sin enloquecer. Miguel de Cervantes, “como fuera de casa no se está en ningún sitio”, se casó con Catalina de Salazar, pero vivieron separados casi siempre y él pasó la vida viajando, preso, combatiendo y escribiendo.
Baroja fue soltero toda su vida, con un donaire orgulloso sobre su celibato. Se volcó por completo en su trabajo, sus paseos, sus manías y su independencia feroz.
Incluso aquellos que escribieron sobre el sexo como salvación sabían que la letras necesita una distancia animoso.
Virginia Woolf pidió textualmente “una habitación propia” no solo para escribir, sino para ser. Su himeneo con Leonard Woolf funcionó porque él entendió que debía dejarla sola, incluso en la excentricidad.
Anaïs Nin mantuvo una bigamia estética y geográfica durante primaveras. Patricia Highsmith, misántropa brillante, se enamoraba de mujeres inaccesibles y huía si se volvían reales. Georges Simenon, hipersexual y exhausto, decía sobrevenir estado con diez mil mujeres y no haberse entendido con ninguna. Y Philip Roth escribía mejor desde la fuga. No es que el escritor ame peor: es que rara vez lo hace desde una arnés estática o acertadamente calzada.
¿Son compatibles el sexo y la letras? Desde luego, pero hay poco insoportable entre la pareja, la estabilidad y la creación. El sexo pide presencia. La letras, abandono. El sexo quiere ser vivido; la letras, observada. Quien escribe desde adentro del sexo rara vez acierta. Quien escribe desde la pérdida, la retraso, en el borde de la cama vacía, o en el suelo con una brecha, suele hacerlo mejor. Los libros, los verdaderos desnudos del escritor.
«No se sabe si volvieron a amarse, o si alguna vez dejaron de hacerlo, ni quién lo hacía mejor».
En sus últimos primaveras, Vargas Llosa regresó con Patricia y ella lo cuidó sin pedir peras. No se sabe si volvieron a amarse, o si alguna vez dejaron de hacerlo, ni quién lo hacía mejor. Volvieron a acompañarse y le dedicó su última novelística, escrita en los silencios de Villa Meona, cuando el foco miraba en torno a otro banda, entre canapé y socialité mariliendres y madrileños.
Volvió como vuelven algunas especies a caducar en su cubil: sin hacer ruido, reconociendo —quizá por primera vez— el valía de lo constante.
Expirar pegado a alguno que te cae acertadamente todavía es una forma de inteligencia y dignidad. Y esto todavía es letras.
(ESTE ARTICULO FUE PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA DIGITAL ZENDA)