
Por Abril Peña
El Empleo de Civilización ha enérgico recientemente la iniciativa El poder de las buenas palabras, dirigida por el flagrante ministro Roberto Espíritu celeste Salcedo. Aunque la propuesta ha sido objeto de debate, muchas de las críticas se han centrado más en las figuras políticas detrás del tesina que en su contenido vivo. Pero más allá del ruido, vale la pena detenerse y mirar el fondo.
Promover el buen uso del idioma en un país donde lo vulgar ha sido normalizado —en las redes, en los medios, en los centros educativos e incluso en los hogares— no es una banalidad, es una aprieto social. Porque las palabras no son inocuas: construyen realidades, modelan conductas, siembran respeto o resentimiento. Y hoy, más que nunca, urge cuidar el tono con el que nos hablamos como sociedad.
¿Es cierto que la grupo Salcedo ha crecido en poder interiormente del PRM? Sí. ¿Es cierto que Robertico se ha beneficiario de la Ley de Cine? Asimismo. Pero no es menos cierto que los Salcedo eran figuras públicas, con dominio del mercado televisivo y esforzado conexión popular mucho antaño de hacerse cargo cargos o acoger incentivos estatales. El posicionamiento no les morapio por decreto. Les morapio por presencia, por consistencia y —aunque no guste decirlo— por entender al electorado y al espectador promedio, el PLD no los llevó en su pagaré sólo porque si.
Y si vamos a susurrar de sus producciones, podrá decirse que no son cine de autor, pero siquiera lo son de antivalores. No han tenido que apelar al morbo, al desnudo practicable ni a la degradación cultural para que la gentío vaya a las salas o se siente en el televisor, como sí lo han hecho otras propuestas “más osadas”. En un país donde el entretenimiento económico suele ser semejante de vulgaridad, eso asimismo cuenta.
Pero volvamos al punto central: las buenas palabras no son cosa de ricos, ni de elitismo, ni de cursilería. Dialogar acertadamente nos hace mejores personas, más comprensivos, más capaces de convivir. Un idioma respetuoso no es una forma de represión, es una forma de elevar el diálogo. Y en un país donde muchas veces no sabemos disentir sin embestir, eso es oro.
Mejorar nuestro idioma es mejorar la forma en que nos relacionamos con los demás: en la casa, en el cátedra, en el transporte sabido, en el Congreso, en los medios. Una sociedad que cuida su forma de susurrar, asimismo está aprendiendo a pensar mejor.
Porque al final del día, las palabras tienen el poder de construir o destruir, de unir o dividir. Y ese poder, más que nunca, hay que ejercerlo con responsabilidad.