
Al economista Joseph Schumpeter debemos el concepto de “destrucción creativa”, que no es más que el “proceso de mutación industrial que incesantemente revoluciona la estructura económica desde adentro, destruyendo incesantemente la antigua, creando incesantemente una nueva”. Schumpeter se inspiró en Marx, para quien las contradicciones internas del capitalismo “derivan en explosiones, cataclismos, crisis, en las cuales la suspensión momentánea del trabajo y la aniquilación de una gran porción del renta regresan agresivamente al punto donde se habilita invertir totalmente sus poderes productivos sin suicidarse”.
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Lo mencionado viene a colación a raíz de las acciones del presidente Donald Trump. Más allá de los intereses mercuriales personales que motivan sus acciones, del deseo de derribar todo obstáculo institucional a su afán extraordinario de poder, del propósito de satisfacer a su electorado fanatizado y exasperado, de su objetivo de presentarse como un gran mediador decidido a configurar un nuevo orden general de nuevas esferas de influencia, es claro que todas las acciones de Trump, desde un punto de perspectiva metódico, racional y político no tienen ningún sentido. Este sinsentido es ostensible si observamos la desastrosa política arancelaria de Trump y su desprecio a sus aliados políticos, militares y económicos tradicionales que ha socavado el poder agradable y duro de Estados Unidos. ¿Qué es lo qué está pasando aquí? Es obvio que estamos frente a un deliberado proceso de lo que podríamos denominar “mediocridad destructiva”. Fíjense que el objetivo de hacer a “America Great Again”, que implicaría fomentar desde el Estado la productividad, la innovación, la competitividad y la industria doméstico, conlleva un proceso de “state rebuilding” (Fukuyama) y aniquilación de las trabas regulatorias (red tape) que no se satisface, por solo citar dos instancias, con una errática política arancelaria ni un charlatán desmonte del Estado regulador como el que emprendió el inexperto Elon Musk.
Ya lo dice Emmanuel Todd: “Hay en el comportamiento de la compañía Trump un cargo de pensamiento, una desatiendo de preparación, una brutalidad, un comportamiento impulsivo e irreflexivo”. Se prostitución de un nihilismo expresado en “una voluntad de destruir la ciencia y la universidad, las clases medias negras o la violencia desordenada en la aplicación de la organización proteccionista estadounidense.
Cuando, sin pensarlo, Trump pretende establecer aranceles aduaneros entre Canadá y Estados Unidos, mientras la región de los Grandes Lagos constituye un sistema industrial único, veo allí un impulso tanto destructivo como proteccionista. Cuando veo a Trump establecer repentinamente aranceles proteccionistas contra China olvidando que la mayoría de los teléfonos inteligentes estadounidenses se fabrican en China, me digo a mí mismo que no podemos conformarnos con considerarlo una estupidez. Es estupidez, sin duda, pero quizás todavía sea nihilismo”.
A la misma conclusión llega George Packer. Lo que une a los trumpistas es lo placa. “Todos temen y detestan poco más que Trump -ya sea la conciencia política, los palestinos, los judíos, Harvard, las personas trans, el New York Times o el Partido Demócrata- y logran tener lugar por suspensión todo lo demás, incluido el destino de la democracia estadounidense (…). Pero tener lugar por suspensión todo lo demás es nihilismo”. En fin, Trump, como Robert Oppenheimer a posteriori de la primera prueba de la bala atómica e inspirado en el Bhagavad Gita, puede afirmar que «ahora me he convertido en homicidio, el destructor de mundos».