
No siempre es comprensible platicar de las situaciones que nos han impresionado, sobre todo cuando esas experiencias nos confrontan con una sinceridad que muchas mujeres enfrentamos en silencio: la invisibilización de nuestras voces en espacios de poder, opinión y liderazgo.
Hace algunos abriles, formaba parte de un software de radiodifusión que, como tantos otros en América Latina, estaba liderado por un hombre. Las mujeres éramos parte, sí, pero desde un emplazamiento secundario, estético en muchos casos, como si nuestra presencia fuera para guatar un protocolo de equidad que en la experiencia no existía.
Remembranza una ocasión en la que íbamos a comentar el discurso del presidente de la República de ese turno. El líder del software, en un seña que parecía desprendido, me cedió el turno. En ese momento, di mi exploración con argumentos sólidos, datos precisos y una consejo profunda.
Cuando terminé, en emplazamiento de construir sobre lo que ya había dicho, él repitió palabra por palabra mis ideas como si fueran suyas, ignorando por completo mi intervención, como si no hubiese hablado. Fue como ver cómo mi voz se evaporaba en el elegancia, robada en vivo, en presencia de la ojeada indiferente de todos.
Ese no fue un hecho ocasional. En otro momento, durante una entrevista con una figura relevante de la ciudad, ese mismo líder asumió el control total del micrófono, acaparando la conversación, sin permitir que ninguna de las mujeres del equipo participara.
Esa vez, no lo permití. Me levanté y me fui. Porque hay silencios que lastiman más que cualquier palabra. Y hay momentos en los que quedarse es una forma de renunciar a una misma.
Muchas veces no nos atrevemos a dar ese paso. Tememos perder oportunidades, ganarnos etiquetas, estar mal. Porque nos han enseñado que callar es de sabias, que no confrontar es de prudentes, que tolerar es de fuertes.
La verdad es que poner límites todavía es un acto de coito propio y de respeto alrededor de nuestra profesión y alrededor de todas las que vienen detrás.
En el mundo de la comunicación, las mujeres seguimos luchando por espacios que nos merecemos por talento, por formación, por trayectoria. No buscamos privilegios, exigimos equidad. Y no se alcahuetería de un discurso feminista radical –como muchas veces lo quieren etiquetar para deslegitimarlo–, se alcahuetería de equidad, de respeto, de dignidad.
Ser mujer comunicadora en América Latina implica memorizar a platicar más esforzado. Al mismo tiempo, a designar cuándo economizar silencio, a quién cederle el espacio, y cuándo retirarse con la inicio en detención. Significa trabajar el doble para que se nos escuche la parte.
De la misma forma, significa tener la responsabilidad de cascar camino para otras, de no perpetuar los patrones de restricción con los que hemos crecido, y de tener la valentía de incomodar cuando es necesario.
Hoy, con el paso del tiempo, comprendo que aquella experiencia me enseñó poco invaluable: no siempre se alcahuetería de quedarse para resistir, a veces hay que irse para dignificar. Porque cuando una mujer se levanta de la arnés, cuando apaga su micrófono con dignidad, está diciendo más que cualquier discurso. Está diciendo «no más». Está diciendo «merecemos respeto». Está diciendo «mi voz cuenta, y no voy a dejar que me la arrebaten».
No podemos seguir aceptando la idea de que hay que tener para avanzar. No hay crecimiento que valga la pena si requiere que anulemos nuestra esencia. Las mujeres tenemos que dejar de pedir permiso para sobresalir, para opinar, para dirigir, para ser protagonistas. No vinimos al mundo para repetir lo que otros dicen. Vinimos a aportar ideas, a construir, a elaborar.
Y cuando lo hacemos con ética, con preparación y con pasión, no hay quien pueda invisibilizarnos. Nosotras mismas tenemos que memorizar a no minimizar nuestro talento, a no dudar de nuestra capacidad, a no callar cuando poco está mal. Porque el cambio empieza por nosotras. Por recordar nuestro valencia, por instalarse nuestro espacio con firmeza, y por nunca dejar de creer en el poder de nuestra voz.
Hoy más que nunca, exculpar la voz no es un acto de rebeldía: es un acto de equidad.