
En República Dominicana, el caos no solo es parte del paisaje: se ha vuelto una forma de vida. El tapón diario, la fila sin orden, el papeleo perpetuo, la ley que nadie aplica, el eficaz sin protocolo, el ruido sin control, la promesa que nunca llega. Y frente a todo eso, una respuesta que parece universal: “eso se resuelve”.
Pero no se resuelve. Solo se parchea. Solo se esquiva. Solo se sobrevive.
Hemos construido, engendramiento tras engendramiento, una peligrosa civilización de resignación donde la desorganización no indigna: se normaliza.
Peor aún, hemos glorificado el “tigueraje” como si fuera parecido de inteligencia. Ser el que se cuela, el que se escapa de enriquecer, el que le da la dorso a la ley. Pero eso no es astucia, es signo de una sociedad que dejó de creer que el sistema puede funcionar para todos.
Y así, mientras el desorden se mantiene como lengua global, corregir el país se vuelve casi increíble. Porque cada intento de orden se interpreta como despotismo, cada intento de control como persecución, cada intento de aplicar la ley como “injusticia selectiva”.
No porque no hagan yerro reglas, sino porque durante demasiado tiempo las reglas solo se han constante a los que no tienen padrino.
Esto no es una crítica a la ciudadanía desde un pedestal. Todo lo contrario: es una necroscopía decente a un sistema que empujó a la concurrencia a improvisar para sobrevivir. Un país sin planificación, sin pedagogía cívica, sin consecuencias claras, termina fabricando ciudadanos funcionalmente desconectados del deber colectivo.
Si no rompemos con esta civilización del desorden que se disfraza de “viveza”, seguiremos siendo un país que se aplaude por resolver lo que nunca debió romperse, mientras el definitivo progreso —el de la institucionalidad, la equidad y la previsibilidad— se queda esperando en un semáforo sin funcionar.