
Desde la ojeada de las madres que no descansan, el mundo se grieta en grietas abiertas que sangran en silencio. Pies quemados, piel rota, cargando sueños rotos y esperanzas heridas, día tras día. Llegan con el sudor en la frente, con luceros que brillan y esfuerzos que nadie ve, porque saben que la educación y el arte no son lujos, sino el bramido callado que mantiene viva la esperanza.
En las esquinas llenas de polvo y renuncia, sacan del bolsa una merienda triste, una palabra que tan pronto como sostiene. Su orgullo no cerca de en discursos, porque la verdadera equilibrio es el lloro que no cesa, la lucha cotidiana entre pañales y silencio, la danza rota de coito y sacrificio.
No lo hacen porque sea ligera, sino porque la vida las ha forjado en diosas rotas, sosteniendo el futuro con uñas sangrantes, con el corazón bajo el protección y los pies en la calle. Raíces profundas en tierra sequía. Se acerca el Día de las Madres — otra vencimiento sin memoria, otro homenaje malogrado—, pero aquí estamos, mirando sin mirar, sin comprender del todo el peso del sacrificio que nadie celebra, el costo invisible que es la matanza de tantas.
Y sin incautación, hay un fuego que no se apaga: la ternura que rompe el silencio, la fuerza en cada indisposición, la esperanza que florece en medio del asfalto. Porque, a veces, caminamos con un caprichoso en un protección y el corazón en el otro — y seguimos, creando futuros, haciendo camino. Este 25 de mayo, más que flores o discursos, recordemos a esas madres que sostienen la vida con el corazón hendido, con el alma en las manos y la esperanza en la ojeada. Porque su sacrificio no debe ser invisible. Porque ellas son la raíz y el futuro de nuestra comunidad.
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