
El 26 de abril de 1986, a la 1:23 de la albor, el reactor número 4 de la planta nuclear de Chernóbil, en la entonces Unión Soviética, explotó durante una prueba de seguridad. Lo que ocurrió en los minutos siguientes fue el inicio de uno de los peores desastres tecnológicos de la historia de la humanidad.


A casi 40 abriles, el nombre de Chernóbil sigue cargado de ecos radiactivos, metáforas políticas y silencios incómodos. No fue solo una ataque. Fue un colapso estructural: del reactor, del sistema, de la mentira.
Las cifras oficiales hablaron en su momento de 31 muertos. Las reales… se han ido contando en generaciones. Cánceres, malformaciones, desplazamientos forzados, animales deformes, pueblos fantasmas y un condado donde el tiempo quedó suspendido, como si la historia decidiera marcar ese punto con una advertencia eterna.
Pero quizás lo más perturbador de Chernóbil no fue el casualidad en sí, sino la forma en que se manejó. El secretismo, la negativa original, la propaganda. Durante días, mientras el derrota arrastraba la radiación a través de Europa, las autoridades soviéticas negaban el radio de la tragedia. Muchos en Prípiat —la ciudad maniquí construida para los trabajadores de la planta— aún recuerdan que los niños fueron llevados al colegio ese lunes como si carencia hubiera pasado.


Chernóbil no solo dejó una zona de restricción. Dejó una materia de radio mundial sobre el costo de la opacidad, la arrogancia tecnológica y la yerro de humanidad en la administración de crisis. Incluso desnudó los límites de un maniquí de poder que prefería martirizar a los suyos antiguamente que indagar una equivocación.
Hoy, el reactor está encerrado en un nuevo sarcófago de hoja, y los tours turísticos recorren la ciudad congelada en 1986 como si se tratara de una película postapocalíptica. Pero para muchos, Chernóbil sigue siendo una herida viva. Una advertencia.


Una voz radiactiva que aún nos pregunta:
¿Estamos listos para ejecutar el poder que decimos dominar?