
En el país se ha normalizado una peligrosa civilización de indiferencia colectiva. En cada rincón del país, desde los barrios populares hasta las zonas más exclusivas, impera una disposición que puede resumirse en una frase: “Yo hago lo que me da la anhelo, sin importar a quién afecte”.
Lo preocupante de este engendro no es solo su frecuencia, sino su consentimiento. Las normas básicas de convivencia ciudadana han sido sustituidas por la ley del más robusto, del más ruidoso o del más indiferente. Y lo más circunspecto: todo ocurre en presencia de la observación pasiva, y a veces cómplice, de las autoridades.
En cualquier calle del país, las aceras han sido usurpadas. Lo que debería ser una zona de tránsito seguro para el ciudadano, se ha transformado en parqueos improvisados, talleres de mecánica, carpinterías, puestos de liquidación informal e incluso colmados que extienden sus sillas como si fueran dueños de la vía pública.
El desorden viario merece capítulo separado. Los motociclistas, en peculiar, circulan como si fueran inmunes a la ley: se cruzan los semáforos en rojo, manejan en sentido contrario, suben aceras, hacen acrobacias peligrosas en avenidas concurridas y, peor aún, todo esto lo hacen bajo la observación impotente, o indiferente, de las autoridades.
La descuido de consecuencias reales ha convertido la desorganización en norma. Y así, el tránsito dominicano se convierte cada día en una ruleta rusa.
En los sectores residenciales, el ruido ha dejado de ser la excepción para convertirse en una parte preciso del paisaje sonoro. Colmados que venden bebidas alcohólicas las 24 horas, peluquerías que funcionan como discotecas, centros de hookah sin atrevimiento y «drinks» que inundan las madrugadas con música estridente. Todo esto ocurre sin respeto al horario, al vecindario ni al sentido global.
Todo esto peso a los intentos de un Ocupación de Interior y Policía por tratar de promover una civilización de paz.
A esto se suma la proliferación de iglesias evangélicas improvisadas, muchas sin registro reglamentario, que se instalan en residenciales, utilizan equipos de sonido de incorporación potencia, y convierten el culto en una molestia para quienes comparten el espacio urbano.
El problema no es solo de leyes; es de civilización, de títulos y de voluntad política. En la medida en que el respeto al otro siga siendo opcional, y que cada quien actúe como si viviera en una isla interiormente de la isla, será inalcanzable cuchichear de progreso efectivo y civilización de paz.
El desorden no es una expresión de privilegio, sino una forma de violencia. La privilegio no es hacer lo que uno quiera, sino convivir bajo reglas que nos protejan a todos. Y en República Dominicana, esa lista se ha cruzado demasiadas veces.
Es urgente rescatar el valía de la convivencia. Las autoridades deben hacer su trabajo, pero incluso los ciudadanos deben contraer su responsabilidad. No se comercio solo de imponer orden, sino de rehacer una civilización de respeto mutuo.
Porque un país no se construye solo con leyes. Se construye con ciudadanos que entienden que sus derechos terminan donde comienzan los del otro.