
Por Abril Peña
Cada 3 de mayo el mundo celebra el Día Mundial de la Autodeterminación de Prensa, una data que, más que motivo de festejo, nos obliga a una consejo incómoda: nunca ayer había existido tanta capacidad de informar… ni tantas formas de silenciar.
En el siglo XXI, las amenazas ya no se limitan al secuestro, la censura directa o el pestillo de medios. Hoy, la desinformación masiva, las campañas de odio, el acoso digital, la precarización sindical y la presión de intereses políticos y económicos erosionan de guisa sutil —pero devastadora— los pilares de una prensa vacancia.
Las amenazas a la soltura de prensa hoy son diversas y globales. En los regímenes autoritarios como Rusia, China, Turquía o Nicaragua, la represión es abierta: se cierran medios, se encarcelan periodistas, se censura el comunicación a internet. En América Latina, casos como el de Venezuela o El Salvador evidencian cómo el poder político utiliza tanto la ley como la intimidación para restringir la crítica.
En democracias tan consolidadas como Estados Unidos, líderes como Donald Trump han normalizado el ataque notorio a los medios, calificándolos de “enemigos del pueblo”, abriendo la puerta a una deslegitimación sistemática de cualquier voz crítica. Y donde una figura de ese peso abiertamente mina la confianza en el periodismo, el eco alcanza rincones del mundo donde la prensa ya era frágil de por sí.
A esto se suma la amenaza silenciosa pero mortífero del crimen organizado en México y Centroamérica, donde informar puede costar la vida. La soltura de prensa ya no está garantizada por el sistema político: requiere de un esfuerzo constante de la sociedad para protegerla.
Pero no es solo el poder político o la delincuencia los que ponen en aviso la soltura de prensa. Las redes sociales, que en un inicio democratizaron el comunicación a la información, hoy actúan como un armamento de doble filo: permiten amplificar voces independientes, pero todavía abren la puerta a linchamientos digitales, fake news, desinformación organizada y algoritmos que premian la polémica ayer que la verdad.
En este nuevo ecosistema, el periodista ya no puede refugiarse nada más en su firma o su medio. Ahora, para sobrevivir, debe convertirse en su propio medio: construir comunidad, establecer puentes de credibilidad directa con su audiencia y defenderse en tiempo verdadero de las campañas de odio que desatarán inevitablemente sus denuncias.
El lucha no es último. Requiere habilidades que ayer eran opcionales —manejo de redes, construcción de marca personal, mandato emocional en presencia de el acoso— pero que hoy se han vuelto tan necesarias como la verdad, la ética y la investigación rigurosa.
La soltura de prensa sigue siendo la primera cadena de defensa de cualquier democracia, pero todavía es, cada vez más, un campo de batalla donde la valentía no pespunte si no va acompañada de logística.
Hoy, más que nunca, no pespunte con informar: hay que resistir. Hay que construir trincheras digitales. Hay que cultivarse a navegar un mundo donde opinar la verdad puede no solo costar el empleo, sino la reputación, la seguridad y, en demasiados casos, la vida.
Defender la soltura de prensa no es tarea monopolio de los periodistas. Es una responsabilidad ciudadana. Porque cada voz acallada no solo empobrece al periodismo: empobrece a toda la sociedad.