
Por Abril Peña
En la República Dominicana, miles de niños y niñas acuden cada mañana a lo que llamamos “escuela”, aunque en muchos casos no sea más que una maleza improvisada, una funeraria abandonada o una estructura corroída por el tiempo. En pleno 2025, cuando el país ostenta el privilegio constitucional del 4% del PIB destinado a la educación, musitar de estudiantes tomando clases sobre el suelo, sin baños ni techos seguros, no solo es vergonzoso: es inaceptable.
No se comercio de casos aislados. En Tenares, los alumnos del escuela Isidro Antonio Estévez reciben docencia en una funeraria municipal clausurada por Lozanía Pública. En la comunidad de El Bambú, los niños estudian entre gallinas y polvo, bajo una maleza. En Verón, Punta Cana, parte del alumnado del Centro Educativo Juanillo está al sol y al agua en el patio, y en El Seibo, la escuela Isabelita lleva más de una lapso prometida para reconstrucción sin que se haya movido un solo coalición. En Samaná, un plantel tuvo que ser evacuado por daños estructurales. La inventario sigue y sigue, desde María Trinidad Sánchez hasta Azua. Y mientras tanto, los presupuestos se ejecutan, pero los problemas no se resuelven.
Según los últimos datos oficiales, el Empleo de Educación ejecutó el 98.22% de su presupuesto en 2024 —unos RD$290,760 millones—, pero buena parte se va en retribución, programas sociales y contratos administrativos. Las aulas, textualmente, se están cayendo a pedazos.
No se puede culpar al contemporáneo ministro, quien casi nada ha asumido funciones. Pero sí tiene la responsabilidad de carear esta crisis con firmeza y osadía. Porque el problema no es la yerro de fortuna, sino de prioridades. Y porque no puntada con buzones de quejas o portales de denuncias cuando lo que urge es obra.
La educación de calidad no empieza con tabletas ni con uniformes nuevos: empieza con un cátedra digna, con un techo seguro, con baños funcionales, con un espacio donde un chaval pueda sentarse y ilustrarse sin miedo a que la tabique se derrumbe.
Durante más de una lapso, el país ha contado con un 4% que quia se ha diligente en su totalidad. Los planteles escolares abandonados o a medio construir —muchos desde la administración pasada— son el monumento visible de un sistema que no termina de ponerse los pantalones largos.
Este editorial no es un ataque: es un llamado. Si queremos cambiar el país, tenemos que comenzar por sus aulas. Si hablamos de futuro, miremos a los luceros a esos niños que hoy estudian bajo una maleza. Y que, por vergüenza doméstico, siguen esperando.
Porque la educación no solo se promete: se construye.