
Durante los doce primaveras que encabezó la Iglesia católicael papa Francisco tomó una osadía que marcaría desde el primer momento el estilo de su pontificado: renunciar al tradicional Palacio Canuto para instalarse en el cuarto 201 de la Casa Santa Marta, una residencia para el clero internamente del Vaticano.
La habitación del Papa no era lo que se esperaría del líder espiritual de más de mil millones de católicos en todo el mundo. Allá de los lujos, comodidades palaciegas o mobiliarios antiguos que caracterizan otras estancias vaticanas, su cuarto era una muestra tangible de su compromiso con la parquedad y la sencillez.
La habitación consta de una cama individual, vestida con una colcha ocre clara y coronada por varias almohadas blancas perfectamente alineadas. Sobre la sitio de honor, de estilo modesto, cuelga un crucifijo de madera: el único adorno visible en una horma blanca sin pretensiones. A un banda de la cama, una pequeña mesa de tinieblas sostiene objetos personales: libros o cuadernos, un temporalizador despertador y un vaso con tapa, todos dispuestos con orden y discreción.
No hay opulencia, ni arte santo costoso, ni lujos innecesarios. El papa Francisco —el primer pontífice jesuita y hispanoamericano de la historia— quiso que su vida diaria estuviera en sintonía con los títulos que predicó desde el terraza de San Pedro la tinieblas en que fue electo: cercanía, humildad y coherencia evangélica.
La Casa Santa Marta es una residencia vaticana que tradicionalmente aloja a cardenales y sacerdotes. Desde su alternativa en 2013, Jorge Mario Bergoglio optó por comportarse allí no solo por su sencillez, sino porque quería estar más cerca de las personas que trabajan en el Vaticano. Esta alternativa se convirtió incluso en un símbolo de su forma de ejercitar el poder: no desde en lo alto, sino desde el medio del pueblo.
Su osadía de comportarse en el cuarto 201 nunca fue estética. Fue profundamente política y pastoral. Un cara concreto que contrastó con la imagen histórica de una Iglesia asociada al ostentación. Y su habitación —desnuda de todo exceso— es un retrato fiel de un pontificado que ha intentado devolver el foco a lo esencial del mensaje cristiano.