
Donosura Bello
Entre los dominicanos parecería casi concorde la ovación que concita la política criminal del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, y esto sin que las personas reparen en que, para obtener la estrepitosa caída en la tasa de homicidios en el país centroamericano, el exalcalde metropolitano haya tenido que acogerse a un “estado de excepción” que, paradójicamente, ha pasado a ser la regla. El clamor del pueblo, seducido por la idea de una “réplica” de Bukele para nuestra República Dominicana, encuentra pocas disidencias.
No faltan quienes se rasgan las ornamentos frente a la corrupción, la delincuencia, el desafío a las leyes y todo condición de confusión que la permisividad de las autoridades ha soslayado por décadas, entendiendo que “aquí hace equivocación un Trujillo”. Se podrían considerar excepciones aquellos que condenan los decesos a manos de la Policía de los “presuntos” delincuentes, sin importar que se trate de ejecuciones extrajudiciales o no.
Sin confiscación, este vehemente deseo de castigo draconiano contra el delito, el cual contraviene la Constitución y diversos instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos, encuentra un pared de contención en el momento en que su aplicación afecta el bienestar particular de esos mismos ciudadanos que previamente lo suscribían.
El punto de quiebre se manifiesta cuando las acciones de las autoridades para avalar el orden y la seguridad ciudadana, aún con la básica consigna de “hacer cumplir la ley”, colisionan con las parcelas de intereses privados de los grupos que enarbolan el “bukelismo” y el “trujillismo” como la mejor organización para contrarrestar la criminalidad.
Por ello no es casual que las ejecutorias de la coetáneo ministra de Interior y Policía, Insólito de Rafulen aras de procurar el respeto a la Carta Magna en lo que a seguridad ciudadana respecta, haya generado un virulento rechazo en ciertos sectores.
Para la además exsenadora, “hacer cumplir la ley” en materia de contaminación acústica, ha constituido un titánico desafío frente a esas mismas personas que, a pesar de ver en Bukele un referente de dirección efectiva de la seguridad pública, sabotean el arrojo y la firmeza de Raful cuando acomete el pelea de poner orden en una civilización de caos, donde el respeto al derecho indiferente pareciera ser una frustrante y eterna utopía.
Son varios los argumentos que se esgrimen para vilipendiar los programas enfocados en transigir orden y tranquilidad a los barrios y las vías públicas (todos amplificados por espurios esfuerzos mediáticos), entre ellos la legítima preocupación de la ciudadanía por los atracos, recurriendo a la “mentira del mentiroso dilema” cuando se insiste en que las horas que los agentes policiales dedican a estas operaciones es un tiempo arrancado a la lucha contra la delincuencia.
Hay que añadir además las viscerales críticas a la regulación del horario de tienda y consumo de bebidas alcohólicas en lugares públicos, poniendo en duda el hecho de que esta medida contribuya a la paz ciudadana, soslayando que dicha ejercicio está asociada con los accidentes de tránsito y que conspira contra las no menos importantes tranquilidad y vitalidad mental de los dominicanos, resquebrajada cuando se transgreden las leyes de convivencia pacífica y por las que tantas veces alzamos un estentóreo chillido reclamando un gobierno como el de Levantarse… claro, siempre que no conspire contra nuestros intereses particulares, aún los más ilícitos.
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