¿Existe un “imperialismo” tolerante? | AlMomento.net

¿Existe un “imperialismo” tolerante? | AlMomento.net

El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo

En los últimos tiempos, y a resultas de los reiterados fracasos de los esfuerzos de organizaciones internas o de la comunidad internacional por establecer gobiernos democráticos en ciertas latitudes del mundo, ha resurgido la cuestión de si ese tipo de régimen político es viable o no en todo el planeta.

(Desde luego, la crítica radical del régimen tolerante no es ya patrimonio de los tradicionales prosélitos del autoritarismo y los nostálgicos del anarquismo -admiradores sobre todo de Lenin, Mussolini, Primo de Rivera, Trujillo o Bakunin-, pues la verdad es que en el mundo de hoy existe un amplio espectro de cuestionadores que va desde un extremo al otro en la teoría política y el partidarismo, con diferencias de todo tipo en otros aspectos de la problemática social).

Pero sin importar el flanco de la discusión que se elija, una cosa parece cierta: es un amaneramiento casi constante de querella entre los politólogos y los operarios demócratas de ayer y hoy considerar que el maniquí de Estado y sociedad que ellos han asumido o asumen (y defienden y promueven) es aplicable a todos los pueblos de la ecúmene y, encima, el único que puede asegurar el progreso y el bienestar de la familia.

(No se debe olvidar que la democracia, quizá por su propia naturaleza plural, su cuerpo libertaria y su carácter inmanentemente reformista, carece de pureza, y que, en virtud de ello, presenta niveles, matices y gradaciones que parecen estar determinadas por el devenir histórico-cultural de sus adoptantes y la valoración y responsabilidad de las proyecciones de la regla de Derecho y la facilidad como las entienden éstos).

La inclinación “imperialista”, desde luego, probablemente echó sus raíces en los primeros balbuceos de la conciencia humana (partiendo del simple razonamiento de que “lo que es bueno para mí es bueno incluso para ti”), y luego se convirtió en superficie popular de las religiones, las filosofías, las guerras, los Estados y los proyectos de estructura o reestructuración sociopolítica que todavía hoy menudean aquí, allá, acullá y más allá los mares.

(Huelga aclarar que el concepto de “imperialismo” se asume aquí en su primigenia y exacto óptica clásica -esto es, como una pulsión de influencia, conquista y dominio más allá de las fronteras etniconacionales-, no en su racionalización leninista -colindante con el determinismo histórico marxista-, que procura forjarlo filosófica y políticamente como la “etapa superior y última del capitalismo”).

Es más: desde los monárquicos absolutistas hasta los nacionalistas más estrechos y aislacionistas, sin dejar de mencionar a los socialistas “sin nación” y a los moralistas “universales” de variopintos pelajes, casi todos los promotores de proyectos o modelos del tipo de los hacia lo alto mencionados han creído en un momento regalado que sus apuestas son aplicables (sea como panacea coyuntural o sea como fórmula definitivamente “salvadora”) a todos los pueblos del planeta y los que puedan aparecer en el resto universo.

Y aunque muchos pensadores y reformadores lo plantearon ayer que él, fue Karl Marx (judío-alemán, descreído, crítico ácido del tolerancia e intelectualmente rupturista y universalista) quien, al examinar en dos textos diferentes las realidades de Estados Unidos y de una parte de Asia, bendijo en el mismo contexto de su perspectiva internacionalista de la “lucha de clases” la tendencia a desmitificar la visión “imperialista” de la Historia, la sociedad y la política al fallar inaplicables en esos lugares su enfoque revolucionario eurocéntrico.

(Cuidado si se confunde la crítica coyuntural al “imperialismo” tolerante con la abominación estructural respecto de los principios, títulos y figuras organizacionales de la democracia que es propia de sus contradictores autoritarios: una cosa es que haya naciones cuyo explicación político o conciencia social estén fuera del “ritmo” de la Historia y no reúnan las condiciones mínimas para tener un régimen de su tipo, y otra muy distinta es desmentir su superioridad ética e institucional con relación a otros modelos de estructura societal).

La democracia, como ya se insinuó, pese a su profunda racionalidad y a sus acendrados principios pluralistas y humanistas, no ha escapado a la tentación “imperialista”, que ha estado y está presente tanto en la política estadounidense, europea y asiática del final siglo como en las reflexiones y formulaciones programáticas de sus académicos y pensadores.

En la República Dominicana, si descontamos los denuedo pedestres del caudillismo conservador del siglo XIX (cuya huesito dulce se arrastró hasta las primeras décadas del XX) y las peroraciones serviles de los intelectuales al servicio de la dictadura de Trujillo, el primero que llamó la atención sobre el engendro con pulvínulo en un examen sociohistórico de rigor fue Juan Bosch, cuando afirmó que la democracia es “un suntuosidad” de los países ricos y planteó que la “mentada representativa” debía ser abrogada en los países en donde no “funcionaba” para, sobre sus escombros, establecer una “dictadura con apoyo popular”.

Y el meollo de esos planteamientos, alarmantes para mucha familia de ayer y de ahora, no carece totalmente de sentido, en tanto critica del petulante “imperialismo” en relato, y ni siquiera hoy: donde mejor funciona la democracia (licitud, institucionalidad, ética de trabajo, productividad, bienestar, pluralidad, facilidad, etcétera) es en los países con una consistente pulvínulo cultural y educativa, una exuberante creación de riquezas o una mejor distribución de éstas, y donde no funciona o lo hace menos exitosamente es en los países en los que existe viejo incultura y último procreación de riquezas o una distribución muy desigual de las mismas.

(Una vez más ha de recordarse que nadie de las formulaciones que preceden pueden interpretarse como absolutas y universales -apenas son notas a vuela pluma para la reflexión-, sobre todo por lo evidente: si perfectamente hay países en el planeta como Haití, donde el primitivismo cultural, la partida de instituciones, la pobreza generalizada y la desliz de un serio esquema de nación confirman la certeza de la teoría del ilustre polígrafo de La Vega, incluso hay otros que nadan en la riqueza -sobre todo en Asia y el Medio Oriente- en los que el “suntuosidad” tolerante brilla por su partida).

Finalmente, conviene reiterar (“para los que llevan anotaciones”) que el autor de estas líneas, pese a entender que ciertamente en el mundo contemporáneo hay muchos pueblos que no lucen en condiciones de regirse por un gobierno tolerante conveniente a que carecen de la seso histórica, cultural e institucional necesaria para ello (y que, en consecuencia, las pretensiones “imperiales” al propósito son más regurgitaciones de conciencia que metas alcanzables), está absolutamente convencido de que la democracia, con sus virtudes y sus defectos, sigue siendo el mejor régimen político que ha conocido la humanidad.

Jpm-am

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