
Si no fuera porque lo leí en una nota del Tarea de Interior y Policía, no creería que la ministra Faride Raful viajara a El Salvador para “conocer los esfuerzos en materia de seguridad pública y compartir lo que hace el país para asegurar un Estado seguro para los ciudadanos”.
La funcionaria dominicana se reunió con funcionarios salvadoreños “con quienes trató sobre la transformación de los cuerpos policiales y combate al crimen organizado”, delante lo cual hay que advertir que la policía dominicana no necesita educarse nulo de sus pares centroamericanos.
El maniquí de seguridad ciudadana que aplica el presidente Nayib Bukele, basado en confinar en una mega prisión a decenas de miles de supuestos o reales miembros de bandas criminaleses presentado por la OEA como un maniquí a seguir por los gobiernos en América Latinalo que resulta incompatible con la democracia.
Bukele suspendió derechos consagrados en la Constitución, aunque en ese país opera un parlamento y un sistema procesal diseñado a imagen y dependencia del ejecutanteen un régimen de fuerza que derrotó a la criminalidad, pero incluso abatió a la democracia.
Ese remedio sólo aplica para El Salvador, que en el postrer medio siglo fue tablas de una cruenta guerrilla entre el Frente Farabundo Martí (FMLN) y el ejército regular, que se prolongó por más de diez abriles con saldo de 70 mil muertos y su institucionalidad anulada.
Durante el periodo de guerrilla, millones de salvadoreños emigraron al foráneo, cuya diáspora se congregó mayormente en el oeste de Estados Unidos, donde emergieron las bandas “Mara Salvatrucha”, “Mara 18” y “Mara Revolucionaria”, que luego asumieron control territorial sobre zonas urbanas y rurales de El Salvador.
El Centro de Confinamiento del Terrorismo, la mega prisión que alberga a más de 50 mil reclusos en condiciones infrahumanas, ha sido la fórmula infalible de Bukele para enemistar la criminalidaduna prescripción sólo efectiva en esa nación, que llegó a tener a más de 70 mil pandilleros.
En El Salvador se sacrificaron las libertades públicas para derrotar a bandas transnacionales, una medicina que se aplicó aquí por 30 abriles, durante los cuales se dice que se podía descansar en la calle con una pirulo como almohada.
Ese ejemplo no es adaptable a República Dominicana, poseedora de una de las democracias más consolidadas del continente.
En vez de que la ministra Raful abreve en la experiencia única e irrepetible de El Salvador, funcionarios de ese país deberían venir a Santo Domingo a copiar la fórmula democrática de contener la delincuencia y la criminalidad sin malograr las libertades públicas.