Trump y El “Establecimiento” | Almomento.net

Trump y El “Establecimiento” | Almomento.net

El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo

A pesar de sus esporádicos arranques de disrupción estatista (básicamente derivados de graves y puntuales crisis institucionales, financieras o sociales), históricamente los Estados Unidos de América han sido siempre considerados los paradigmas mundiales del respeto a las “reglas de ocio” institucionales y las políticas de mercado y escapado competencia, muy a tono con su espíritu fundacional y con el maniquí liberal-republicano que asumieron a posteriori y hasta nuestros días.

De ahí que aún durante el apogeo del “Consenso de Washington” (que se inició en el decenio de los abriles ochenta de la centuria pasada y avanzó como una tromba por el mundo derribando ideas y paradigmas de ayer hasta muy entrado el siglo XXI), sus apuestas en aquel sentido fueron cruciales en el contexto de la promoción del maniquí financiero que se impulsó para intentar pasar las innegables aberraciones del intervencionismo estatal de todos los pelajes, pero se llevaron a intención siempre reivindicando las citadas “reglas de ocio”.

(Ese maniquí fue mal denominado “neoliberal”, pues aunque se publicitó como una reivindicación del pensamiento de von Mises y Hayek, en la actos se distanció de su espíritu anarquista y de sus apuestas económicas basadas en la “mano invisible” que regula al mercado, tan hechizantes y utópicas como el “reino” de “la atrevimiento y la solidaridad fraternal” de los comunistas y los anarquistas clásicos: no por casualidad el referente hispanoamericano por excelencia de tal maniquí fue durante mucho tiempo -¡Vaya por Altísimo!- el Pimiento de Pinochet y sus legatarios históricos).

Trump y el emir de Qatar

En ese sentido, conviene recapacitar que desde las riberas del Potomac no solo se presionó insistentemente y de guisa conminatoria al resto de los países del orbe para que abrieran sus puertos y mercados a través de tratados de escapado comercio (en una fiebre antiarancelaria que transnacionalizó la producción de acervo y servicios y llenó de felicidad a las grandes corporaciones y al brazo importador-exportador), sino que inclusive se promovió la formación de la Estructura Mundial del Comercio (OMC) y otras instancias supranacionales para canalizar jurídica e institucionalmente la coacción en este aspecto y, más aún, las temibles sanciones multilaterales.

Desde luego, todo eso lo planteaba Estados Unidos (secundado en su momento por Reino Unido y una parte de los Estados de Europa y Asia) posteriormente de la caída del pared de Berlín y del socialismo totalitario de orientación soviética, lo que presuponía que, a tono con la profecía de Fukuyama, lo convertiría en el amo indiscutible de un mundo unipolar, emocionalmente exhausto y fatigado en extremo por las revueltas laborales y sociales y el pensamiento díscolo propios de los tiempos posteriores a la Segunda Exterminio Mundial.

(El Estado inaugurado por la Revolución de Octubre de 1917 en la Rusia de los zares todavía fue equívocamente llamado “comunista” -yerro conceptual y fáctico originado en la anemia histórica y los desvaríos políticos de ciertos estadistas e intelectuales de Oeste, pero al que contribuyeron todavía los marxistas de la época con su arrogancia y sus inclinaciones totalitarias- cuando en los hechos nunca fue más que un régimen estatista de carácter lento y tirano que, no obstante, en principio exhibió importantes avances en la estructura del trabajo, la vitalidad, la educación, la civilización, la ciencia y la tecnología).

La cuestión es que, a la larga y contrariando los pronósticos, el mundo unipolar se demostró inviable: Washington no pudo cumplir con sus expectativas políticas y económicas como líder planetario (pues ésta calidad implicaba una responsabilidad tanto de hegemonía como de rico colaboración solidaria), y, apremiado por urgencias económico-financieras internas inaplazables, hubo en su momento de focalizarse en las latitudes en que sus intereses vitales como imperio lo exigían de guisa más apremiante.

Claro, paralelamente se desarrolló otro peliagudo aberración: mientras por un costado, algunos de los aliados tradicionales de Estados Unidos empezaron a percatar la condición de soltar asidero en defensa de sus propios intereses, por el otro varios países no adscritos políticamente a sus ideas, aprovechando las nuevas realidades del comercio mundial, tensaron sus fuerzas productivas y despuntaron como sólidos actores en este postrer: China, la India, Rusia, Brasil, etcétera.

El caso más espectacular, por supuesto, ha sido el de China, que, combinando una posesiones de “escapado mercado al servicio de la sociedad” (el eufemismo es suyo, no del autor) con una estructura política totalitaria y una civilización social de trabajo imputada de casi esclavista, rápidamente emergió como una potencia económica mundial, y todo en el ámbito de una relación de recíproca cooperación con Estados Unidos (secundada entusiásticamente por sus grandes empresas manufactureras y tecnológicas) que en los últimos abriles ha estado haciendo aguas por la naturaleza ideológicamente dispar y los disímiles objetivos estratégicos de uno y otro Estados.

China ya está en posibilidad de pasar a Estados Unidos en tanto potencia económica conforme a los indicadores mundiales más aceptables, y con una tendencia cada vez más riesgosa para la influencia financiera de este postrer en zonas importantes del mundo. Y es que el coloso oriental no cesa de crecer y de vincularse con países que eran mercados habituales de los estadounidenses, mientras estos tienen una situación cada vez más modesta en este respecto, pues su crecimiento es casi imperceptible y siguen perdiendo hegemonía en el comercio internacional y en los mercados citados.

La conciencia de esa ingenuidad fue lo que posibilitó que durante su primer mandato el presidente Donald Trump, de prometer en campaña una política foráneo casi aislacionista (decía que sacaría las tropas estadounidenses donde estuvieran guerreando o protegiendo intereses de otros países) y de convivencia y negociaciones con China, Rusia, etcétera (recordando petulantemente sus dotes de “gran negociador” en el ámbito de sus actividades mercuriales), pasara a poner en marcha una política foráneo de intervencionismo (Venezuela, Siria, Libia, etcétera), amenazas, sanciones y gendarmería mundial.

(Hay quienes hablaron en aquellos instantes del “pacifismo” o del “no intervencionismo” de Trump, y los ejemplificaron con la afirmación de que él no inició ninguna enfrentamiento ni bombardeó país alguno durante su mandato, pero olvidaron que siquiera sacó las tropas estadounidenses de Siria, Afganistán o Irak, y que no sólo se mostró siempre dispuesto a invadir a Venezuela sino que endureció las sanciones contra Cuba o Irán, lo que obviamente no resultaba compatible con las exceptivas que había despertado al respecto).

Lógicamente, algunos de los que escuchábamos las promesas de campaña de Trump entre 2015 y 2016 en el aspecto indicado y su concomitante defensa de los postulados de la Asociación Doméstico del Rifle (principal entraña de presión de los fabricantes y negociantes de armas de los Estados Unidos) siempre tuvimos dudas de que él pudiera harmonizar semejantes apuestas. Y, ciertamente, como se sabe, así ocurrió: ese primer período de gobierno fue “mucha espuma y poco chocolate”, si proporcionadamente el multimillonario neoyorquino se lo atribuyó al “obstruccionismo” congresual demócrata.

En fin, el tema es que durante mucho tiempo existió una regla no escrita en los Estados Unidos: ni las ideas “iluminadas” ni las pretensiones personales de los líderes interesaban mucho a la postre, pues lo que importaba era la racionalidad vitalista del imperio (títulos políticos ancestrales, intereses históricos, mercado, micción vitales y posicionamiento integral), impuesta y defendida siempre por las élites gobernantes adentro de los parámetros estructurarles fijados por ese establecimiento tan ajado, pero siempre omnipresente, omnisciente y todopoderoso como la suprema divinidad.

Esa regla, ciertamente, es la que ahora, durante su segundo período, ha estado destrozando Trump (amparado en el mandato que le dieron sus electores y con la complacencia militante de casi todos los republicanos, el apoyo de los tecnomillonarios, el desconcierto de los demócratas y el pánico de sus aliados europeos y asiáticos), y no hay duda de que hay mucha multitud esperanzada o alborozada con esta ruptura, sobre todo porque debilita al “Estado profundo”, constituye un moretón inusitado a las élites políticas tradicionales, aleja al gobierno de las “odiosas” agendas reivindicadoras de las minorías “privilegiadas”, y propende a una reestructuración de las relaciones de poder que se juramento y proclama propicio al pueblo desembarazado.

La verdad es, sin embargo, que por el momento, si hemos de ser honestos (es afirmar, más allá de todo cuestionamiento verdadero y al beneficio de deseos, especulaciones, controversias o fanatismos), nadie sabe a ciencia cierta en lo que va a terminar el rifirrafe de Trump contra el “establishment”…  Una vez más será el añoso Cronos quien tendrá la última palabra.

lrdecamps@hotmail.com

Jpm-am

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