Desde este espacio, el Núcleo de Escritores de la Región Noreste invita a la leída de El Sorato de Magdala, una obra que no solo entretiene, sino que además invita a la introspección. Moreno Rosario Candelier logra un seguridad valentísimo entre lo narrativo y lo filosófico, ofreciendo al disertador una experiencia rica en contenido y significado. La novelística se convierte en un espejo que nos invita a reflexionar sobre nuestra propia búsqueda de trascendencia y conexión con lo sempiterno.

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Cuando abrí aquel ejemplar titulado El Sorato de Magdala, no imaginé que, en sus páginas, encontraría poco más que palabras. Desde el inicio, me envolvió una sensación extraña, como si alguno estuviera susurrándome una verdad olvidada. El relato, construido a través de cartas, no era solo una historia epistolar; era un alucinación. Un trayecto por paisajes de símbolos y preguntas que, hasta ese momento, no sabía que tenía internamente de mí.

El autor hablaba de un «sorato», un concepto que me resultaba tan venidero como un canto en una dialecto antigua, pero que al mismo tiempo resonaba profundamente en mi interior. Descubrí que representaba un vínculo espiritual, una conexión con lo trascendente. Por su parte, «Magdala» evocaba la figura de María Desconsolada, con sus sentimientos de acto sexual que trascienden lo carnal, cobijados bajo el túnica de la cristificación. Esos laberintos de cartas, provenientes de lugares como Palo Seco y Pedregal, eran estilísticamente confusos, como círculos en seguridad, pero con el carácter agreste de un atlas cóncavo que invitaba a mirar con destino a el centro de uno mismo.

A través de las cartas, conocí a Barranco y Aurora, personajes que no existían más allá de sus palabras, pero que eran tan reales como mis propios pensamientos. En sus secretos y sus confesiones se revelaban fragmentos de lo que todos somos: deseos, anhelos, miedos y dudas. Sus historias parecían cruzarse con destino a un mismo destino: el interior de Magdala, donde el acto sexual, la búsqueda de respuestas y el susurro de las hojas se entrelazaban en un bulla espiritual.

Había poco en el estilo del autor que me recordaba los cuentos que mi abuela solía relatar bajo el árbol de carolina, allá en Canete, Tenares. Su jerigonza era sencillo, pero cargado de un peso profundo, como si cada palabra estuviera anclada a la raíz de la vida misma. Al cerrar el ejemplar, sentí que no era una simple historia, sino un susurro del alma, una invitación a continuar un alucinación inacabado. Como doctrina espiritual, sus páginas entretejían fragmentos bíblicos y símbolos universales que seguían revoloteando en mi mente como luciérnagas. A ti, amigo disertador, te extiendo la misma invitación: abre este ejemplar y permítete explorar el atlas con destino a poco que no se ve, pero que siempre ha estado ahí, esperando ser antitético.

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