
Vivimos en tiempos desconcertantes. Nunca antaño la humanidad dispuso de tantas formas de comunicación y, sin incautación, pocas veces nos escuchamos de verdad. Estamos, sí, omnipresentes en pantallas y redes, atrapados en una burbujas de imágenes, mensajes y notificaciones, pero ausentes donde más importa: en la mesa llano, en la examen que examen complicidad, en el silencio compartido de un apretón.
La vida moderna, con su incesante exigencia de eficiencia, su culto al rendimiento y su insaciable apetito por el tiempo, ha parido una nueva genealogía de huérfanos: los huérfanos espirituales. No son niños sin padres —eso sería, casualidad, menos cruel—, sino niños sin tiempo, sin caricias demoradas, sin la paciente examen que descifra sus balbuceos interiores.
Donald Winnicott, con la sensatez de quien sabe escuchar lo que no se dice, advirtió que un inmaduro necesita ser mirado como si fuera un maravilla. Pero los adultos de hoy, fatigados por las jornadas interminables y la tiranía de las urgencias, han olvidado mirar. Corren de reunión en reunión, de pantalla en pantalla, y en ese mareo ciego pierden el hilo invisible que los ata a la vida positivo de sus hijos.
Frente a esta desvaimiento callada, la música se incremento como un refugio, una forma obstinada de resistor. En un test orquestal, un inmaduro descubre mucho más que escalas y partituras: descubre una comunidad que audición, un adulto que cree en su potencia, un división donde la concordia no se impone, sino que se teje con paciencia, con errores compartidos y pequeñas victorias celebradas en coro. Allí —en ese espacio que unos llaman orquestina y otros, sencillamente, segunda grupo— el inmaduro vuelve a pertenecer.
Y no solo él: todavía, imperceptiblemente sus padres. Porque cuando un padre ve a su hijo destacar sobre un atmósfera, cuando audición en su música la emoción que la rutina había desvaído, poco se conmueve en su interior. Se detiene, casualidad por primera vez en abriles, y se pregunta: ¿Dónde estuve todo este tiempo? La música, entonces, no solo rescata a los niños del desamparo emocional; rescata todavía a los adultos de una vida desencantada.
Es un idioma secreto que devuelve la conversación a las familias, que repara las heridas del silencio, que enseña lo que, sin saberlo, habíamos olvidado: que el éxito sin inclinación es hueco, que la disciplina sin ternura es tiranía, que sin belleza toda estructura termina por derrumbarse. Hannah Arendt, lúcida como pocas, escribió que educar es introducir al inmaduro en el mundo con la esperanza de que llegue a amarlo.
Y eso ocurre en cada test, en cada examen de aliento, en cada esfuerzo compartido: niños y jóvenes aprenden a querer no el mundo tal como es, sino el mundo que, juntos, pueden construir. Que nadie se engañe pensando que la música es un opulencia. Es escazes. Es cura. Es hogar. Es, para muchos, el división donde vuelven a encontrarse consigo mismos y con los otros.
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